Huraño
lunes, 30 de septiembre de 2019
domingo, 22 de mayo de 2016
Hermanas pájaro
Y
|
an Yan pide un
descanso, lo hace con la mirada. Esa mirada
que su padre reconoce y no tolera. A su ruego sin voz, responde golpeándole las
piernas con una vara de bambú. Yan Yan se tambalea pero amaciza y recupera el
equilibrio. Siente que la sangre le saldrá por la nariz. Finalmente, después de
quince minutos más suspendida boca abajo, su padre le dice que puede descansar.
Yan Yan desciende en un movimiento fluido, lento al bajar sus piernas, luego se
inclina haciendo una reverencia y va a sentarse, todo en secuencia armoniosa,
signo de una gran disciplina. Su hermana mayor, Jun, de 12 años de edad, aún
conserva la pose. El padre camina con las manos detrás de la espalda, oscilando
la vara con ritmo de metrónomo, la rodea sin quitarle la vista, cuando ésta
titubea, le da un varazo en las nalgas y eso la hace endurecer su postura. Jun sabe que si baja antes de tiempo, los
golpes serán más fuertes y no cesarán hasta que vuelva a incorporarse. Completa los 45 minutos y se pone de pie. Al
momento de inclinarse se escucha un suave llamado invitando a la mesa. El
padre hace una seña a las dos niñas para que se retiren.
— ¿Wan, tú no vienes a cenar con
nosotras?— pregunta su esposa, Siu, asomándose
a través del telón. Wan niega con la cabeza y se retira.
Avanza
pensativo sobre el escenario, luego junto a las gradas, hasta que sale de la
carpa. Son tan profunda sus pensamientos
que presta poca atención a su entorno, ni siquiera el martillar intermitente de
los tramoyistas lo saca de su meditar. Sabe muy bien que si no ofrece algo
novedoso, habrá arruinado su gastado espectáculo, ese que ya
nadie quiere ver. A eso sumarle la deshonra a sus ancestros, que con sudor y
sacrificio dieron renombre al Magnífico Circo de Nanjing. Algunos de
los más viejos, habiendo actuado para emperadores de últimas dinastías.
Wan trata de escapar del vapor sofocante de sus compromisos, los que se han visto empeorados con deudas que lo siguen de ciudad en ciudad en un país ajeno al
suyo.
Se
detiene al ser consciente del tramo recorrido, el bosque está frente a él,
silencioso, lleno de sombras danzantes. Un temor eléctrico le recorre el
cuerpo. Al dar la vuelta para regresar encuentra el camino obstruido por dos hombres
vestidos de traje, máscaras negras de brillo metálico, colmillos enroscados, cuernos
apenas sobresalientes sobre una frente arrugada, cejas arqueadas en señal de
malicia y huecos oscuros donde unos ojos miran desafiantes. Calma y tensión, viento perceptible. Sus posturas despreocupadas no
dejan advertir que reposan sutilmente la mano sobre la empuñadura de sus sables. Wan
da un paso atrás y los enmascarados uno adelante. Gira impulsivamente con
intensión de escapar. Entonces un frío punzante le atraviesa el brazo izquierdo, el roce magnético entre dos minerales: acero y hueso. Un
suave desprendimiento. El golpear seco de la carne contra el suelo de tierra y
un aire percibido donde nunca. El cirquero perdió una mano a la altura de la
muñeca. Cae hincado e intenta hacer torniquete con la faja de su cintura, la sangre
forma un lodo rojizo alrededor de sus rodillas, uno de los enmascarados toma la
mano amputada y la echa en una caja de madera, el segundo de ellos le informa
al cirquero el aplazamiento de la deuda a su jefe. Y si no cumples, vendremos por la otra. Y luego por las de tu mujer y las
de tus hijas.
Apenas
se retiran sus cobradores, arranca tambaleante de regreso, sujetando con fuerza
el muñón donde estuvo su mano izquierda. El trayecto ahora le parece eterno. Cuando se acerca a la zona de carpas su rostro está tan pálido que imita su habitual
maquillaje escénico. Grita con dificultad cuando sabe que ya le quedan pocas energías, a lo lejos la figura de Siu envuelta en un camisón blanco, se desliza como un
espectro. Lo ha estado esperando despierta. La mujer se dirige hacia
él, nota algo extraño y corre a su encuentro.
Wan
despierta tendido en la cama. Trata de imaginar todo como un delirio, abre y
cierra los dedos de ambas manos sin voltear a verlas; se tranquiliza. Pero
cuando ve el rostro de su esposa que lo mira con ojos saliendo de la angustia y
entrando al alivio por verlo vivo y consciente, sabe que todo fue cierto y la sensación de su mano sólo una ilusión de extremidad fantasma. Wan sabe que perdió
más que una mano.
Con
el honor herido e incapaz de mirar de frente a su familia, cuenta la razón de
su suerte, la vergüenza de sus deudas y el alto costo que pueden tener. La
respuesta de ellas viene llena de nobleza, no están dispuestas a dejarlo solo.
Van a salir adelante.
Wan
pasa los días ideando el nuevo atractivo para un espectáculo exitoso, el número
estelar del que se hable en cada rincón y sea esperado con ansias por niños y adultos,
el número que catapulte su circo y lo expulse del hoyo en el que se encuentra. Pero nada surge, hay algo que
obstruye el ingenio que alguna vez tuvo.
Cuando comienza a resignarse a su destino Wan ve llegar a sus dos hijas eufóricas. Detrás de ellas viene Siu y le da la noticia: Ha venido un joven tibetano con su hijo,
ambos poseen talentos nunca antes vistos y ni siquiera sus talentos combinados
se acercan a la maravilla que los acompaña como agregado especial, una bestia
de blanco pelaje, franjas negras como grietas en la nieve y enormes dimensiones:
un tigre de Bengala perfectamente domado. Ellos son nómadas inmigrantes que
ofrecen su función como medio para subsistir, pero a causa de su pobre medio de
transporte y los constantes peligros a los que se enfrentan a diario –como lo
son cazadores y pandillas al servicio de mafias– temen por su vida vagando en
la inestabilidad y a merced de esos malvivientes. Wan escucha cada palabra con estoicismo. Va y pide a padre e hijo demostrar sus habilidades.
El
tibetano hace una señal a su hijo; se colocan en posición y
encienden unas antorchas. El tigre comienza a caminar en círculos observando
las llamas al centro. El padre toma un cuenco metálico y lo frota con una
baqueta de madera pulida, emite una tenue melodía, apenas una vibración. Luego un golpe al cuenco que suena a campanada da la señal al tigre
de correr para tomar vuelo. Un segundo golpe es la señal de abalanzarse hacia
ellos. Justo antes de saltar sobre sus cabezas, el padre bebe del cuenco un alcohol
y lo escupe a la flama de la antorcha. El felino queda
atrapado por la llamarada. Al caer es una bola de fuego. Avanza
a toda velocidad y salta de nuevo, ahora a través de una manta sostenida por el joven que lo envuelve y lo hace surgir del otro lado limpio de cualquier señal de hubiera estado en llamas. Ni siquiera se ve el humo como
prueba la inmolación del tigre.
Wan está asombrado. Trata de ocultar su emoción. Les dice que no puede darles trabajo, pues ni siquiera cuenta
con los recursos para alimentar a su familia, mucho menos a una bestia de esas dimensiones. Siu lo mira confundida pues sabe que necesitan de un espectáculo como ese. El tibetano con voz calma le responde que no
se preocupe, en la primera semana podrían ir a cazar al bosque,
ya después, cuando el interés en su espectáculo comience a dar frutos, Wan podrá
pagarles lo que les corresponda. Wan acepta la oferta como si les hiciera un favor, cuando en realidad era él quien rogaba
por un milagro.
Llega
el día en que se va a mostrar el espectáculo, hay un poco más de gente que la
acostumbrada, debido en gran parte al previo anuncio del nuevo acto. Wan gastó
lo poco que tenía en imprimir volantes y anunciar a pulmón por todas las calles
de la ciudad el nuevo y exótico evento protagonizado por la bestia y sus
domadores. Terminado el evento, la gente abandona las instalaciones con gran
entusiasmo, expresando todos los adjetivos de grandeza que Wan deseaba tanto
escuchar.
Pasada
la primera semana, el tibetano exige su pago, pero Wan temiendo la proximidad
en la expiración de su plazo y a pesar de ya contar con buenas ganancias, le
pide esperar una semana más, sabe que aún no completa la cantidad de su deuda. El
tibetano le expresa que cada vez le es más difícil conseguir alimento para el
tigre, por lo que acuerdan esperar sólo dos funciones más, Wan acepta sabiendo
que una función más sería suficiente para cumplir.
Después
de la primera función de plazo, Wan ve con satisfacción la cantidad reunida a
un día de la fecha de vencimiento de su deuda. Coloca el dinero en una bolsa y
sale con rumbo a la guarida de su prestamista. En el camino, dos hombres
vestidos con el clásico atuendo de criado real, le entregan un mensaje, un
conocido soberano pretende asistir a su próximo espectáculo, requiriendo la
implementación de un palco para su familia, para ello ofrece un cuantioso pago,
además, la posibilidad de contratación futura por una función privada y la
petición del tigre como modelo para incluirlo en una pintura. Wan acepta dando
muestras del honor que representaría dicha presencia en su circo y se despide
de los hombres. Con entusiasmo duplicado continúa su trayecto a la guarida,
imaginando los frutos porvenires de su circo.
La
entrada al lugar es resguardada por un par de hombres vestidos de traje, el
humo de sus cigarros y la penumbra de la cornisa impide verles claramente el
rostro. Wan llega y anuncia el motivo de su presencia. Los hombres le abren la
puerta y entra. En el salón iluminado por luces tenues de rojos matices se ve la
disposición de las mesas de juego, rodeadas por grupos de hombres en gran
variedad de ánimos, flanqueados por bellas mujeres que emiten expresiones de
complicidad forzada, todo el ambiente a ojos de Wan parece atrayente, ahora más
que nunca debido a su sobriedad de juego. La voz seductora surge con más fuerza
cuando una mujer de finas facciones le ofrece espacio en una mesa, previo inicio de una partida. Trata de resistir la
ansiedad, pero la voz resurge recordándole su nueva suerte, el par de días restantes
de su deuda y el éxito seguro con la
función al soberano. Con las cartas a su favor podría pagar su deuda e irse a
casa con la suma de las ganancias del circo intactas. Cede a la tentación y
después de una y otra partida de manos sin suerte irremediablemente pierde todo
su dinero.
Wan
vuelve a casa con la consternación visible en el rostro, pero en un acto de
orgullo recobra la ecuanimidad y entra cómo si nada hubiera pasado. Siu le
cuestiona la hora, pero Wan desvía el tema con la noticia del Soberano,
volviendo a su mujer los ánimos optimistas. De su vuelta al vicio y la pérdida
de sus ahorros no menciona nada. Esa noche los nervios y el terror por lo que
pueda pasarle le impide dormir tranquilo.
Llega
el día de la función estelar prevista para la familia del Soberano, para
quiénes ya se ha montado un amplio palco con asientos cómodos. Y en el que
vence el plazo de su deuda. Wan es un manojo de nervios que pretende apaciguar,
el sudor corre por su cuello y constantemente tiene que retocarse el maquillaje.
Llega la hora, sale y anuncia, uno a uno los números de cada acto. Y entre cada
uno de ellos se pregunta — abandonando progresivamente su serenidad— por qué no
llega el tibetano con su hijo y el tigre. Pero para su suerte ya en el último número,
del cual sus hijas son protagonistas, ve llegar al hijo del tibetano. Sale a su
encuentro y recibe de sus labios la noticia como baldazo de agua fría. Padre y
bestia fueron asesinados por cazadores cuando buscaban alimento en las
montañas, el primero tratando de evitar que dieran muerte a la bestia y ésta,
luchando por su propia vida. Wan contra todo su orgullo y temiendo conservar un
poco de dignidad tuvo sale y anuncia la ausencia de su número estelar, cuando
lo hizo, pudo ver los rostros indignados de la familia real y con ese gesto el
desvanecimiento de sus sueños. Entre el público, como si fueran fantasmas de su
conciencia, cree ver también a los hombres con máscaras de demonio.
Un
año después el circo de Wan sigue en pie contra toda predicción. Él no puede
creer que del dolor y la barbarie habría de dar renombre sobre renombre al
Circo de sus ancestros, librándose de toda deuda y carencia financiera. Las
hermanas Yan Yan y Jun, se convirtieron en las celebridades que él estaba
esperando. Con orgullo las ve elevarse por los cielos en vuelos mortales desde los
pasamanos, equilibrar sobre sillas temblorosas y hacer suertes en dupla una
sobre otra, apoyándose e impulsándose únicamente con sus piernas, pues son las
únicas extremidades que les queda para usar. Al espectáculo que comenzó a
atraer por cientos a su circo y que sorprende a chicos y grandes le llamó las hermanas pájaro que vuelan sin alas.
Se prometió nunca más deberle a la mafia.
martes, 27 de octubre de 2015
La nada es el comienzo...
Las llamas cubren el convertible, adentro
se queman las pertenencias de M, las observa enroscarse como gusanos
sobre las brasas. Su cabello encanecido revolotea con el viento, tira el saco y la corbata sobre el fuego. La columna de humo asciende y se pierde en el cielo
gris. Al fondo se desparrama el desierto y al frente el mar. Los dos horizontes
de nada. Hasta donde abarca la vista, todo es llanura, todo es desolación.
En la orilla se encuentra su pequeña
carpa, entre esa vastedad de azul y dorado.
Llega la
noche, en la fogata pende la hoya de
café entre dos leños, el aroma le mece los recuerdos. Atiza con billetes y fotografías viejas. Con las
fotos va reviviendo momentos que luego calcina en la hoguera. Las olas azotan
con calma, el tintineo de los grillos, el crepitar de las brasas. Finaliza el
día convirtiendo todo en cenizas.
Durante la
noche deja abierta la casa de campaña, desde donde está recostado se asoma la
luna rodeada de nubes, el agua refleja la luz como si emergiera desde las profundidades. Se pone de pie y sale a caminar. La camioneta todavía está
humeante, el desierto azul y lleno de sombras. En su pensamiento aún arden dos
o tres episodios de su vida, pero ya sin resentimiento, ya no duelen. A lo lejos dos figuras surcan por la orilla de la playa; la luna los
define nítidos. Es una coyota con su cría, caminan sin prisa y sin advertir
peligro, hasta que se pierden de vista.
La madrugada arroja
sus primeros destellos de luz opaca, las estrellas comienzan a perder su brillo y el viento golpea su refugio de nylon. Mientras M infla su balsa surge el
amanecer pintando las nubes de magenta. En una bolsa de plástico echa el termo de
café y su libreta de notas. Arrisca las mangas de su camisa y dobla sus pantalones. Se adentra en el agua arrastrando
la balsa. Los zapatos y la carpa los abandona a la orilla como testigos de su despedida.
Va metiéndose
con el sube y baja de las olas, remando hasta mar adentro. La orilla desaparece, el sonido del viento y el
chapoteo de la balsa en el agua es lo único que se escucha. Alrededor todo es
neblina. Contempla por largo rato ese limbo blanco que lo abstrae de sus pensamientos, como si el vacío inundara cada imagen desagradable hasta hacerla desaparecer.
El sonido de un motor que se acerca lo saca de su trance. Aparece un bote abriéndose paso entre la niebla. Lleva dos siluetas a bordo, vienen justo hacia él. Es un anciano robusto y calvo, viste de spandex y lleva a un niño envuelto con impermeable y chaleco salvavidas. Es evidente que el pequeño tiene Síndrome de Down. Eleva el rostro al cielo y sonríe con el viento en su cara, lo festeja con las manos alzadas, se alegra aún más cuando ve a M, como si éste le fuera conocido.
El sonido de un motor que se acerca lo saca de su trance. Aparece un bote abriéndose paso entre la niebla. Lleva dos siluetas a bordo, vienen justo hacia él. Es un anciano robusto y calvo, viste de spandex y lleva a un niño envuelto con impermeable y chaleco salvavidas. Es evidente que el pequeño tiene Síndrome de Down. Eleva el rostro al cielo y sonríe con el viento en su cara, lo festeja con las manos alzadas, se alegra aún más cuando ve a M, como si éste le fuera conocido.
El anciano apaga
el motor, tiende la mano a M y se presenta. El muchacho se entrevera
entre sus brazos y extiende también su mano regordeta. Soy Pablito, soy Pablito, repite varias veces y se palmea el pecho. M responde el saludo, el anciano lo mira con
curiosidad, luego echa un vistazo a su balsa. Tenga cuidado, más adentro el mar se vuelve impredecible. M asiente con la cabeza. Bueno,
nosotros iremos un poco más hacia la orilla, a ver si tenemos suerte, muestra
una caña de pescar. Atraparé un pez grande para mi abuela, interrumpe el niño. El anciano
lo mira, luego sonríe, a él le encanta
este lugar, dice y luego se despide. Enciende el bote y da marcha hasta que
son un punto casi indefinible. Pablito no deja de extender la mano en un adiós
que ondea de lado a lado.
M se aleja un poco más sin perder de vista la pequeña silueta del bote. Aún se escucha la voz chillona de Pablito que ríe, grita y festeja a cada momento. M siente que la piel se le encoge, un vacío que cuela el aire helado a sus pulmones y ganas de llorar, por primera vez en mucho tiempo hay una urgencia incesante por abrazar a alguien, por asirse de algo.
El cielo se despeja y un azul claro e intenso lo cubre y acaricia con su calor. De nuevo suena a lo lejos la risa de Pablito, luego un chapoteo. M aguza la mirada y hace sombra sobre sus ojos con la mano, ve la calva del anciano emerger del agua, luego estirar el cuerpo y trepar de nuevo al bote, mientras el niño ríe a carcajadas. M vuelve a remar hacia adelante hasta quedar rodeado nada más por nubes.
M se aleja un poco más sin perder de vista la pequeña silueta del bote. Aún se escucha la voz chillona de Pablito que ríe, grita y festeja a cada momento. M siente que la piel se le encoge, un vacío que cuela el aire helado a sus pulmones y ganas de llorar, por primera vez en mucho tiempo hay una urgencia incesante por abrazar a alguien, por asirse de algo.
El cielo se despeja y un azul claro e intenso lo cubre y acaricia con su calor. De nuevo suena a lo lejos la risa de Pablito, luego un chapoteo. M aguza la mirada y hace sombra sobre sus ojos con la mano, ve la calva del anciano emerger del agua, luego estirar el cuerpo y trepar de nuevo al bote, mientras el niño ríe a carcajadas. M vuelve a remar hacia adelante hasta quedar rodeado nada más por nubes.
De nuevo en
soledad trata de escribir una nota en su cuaderno, pero las palabras se niegan
a salir. Será mejor mañana, hoy no voy a
poder, se convence después de varios minutos de sentir que flota en la
nada.
Comienza el retorno de forma lenta, dudando. El bote del abuelo continúa varado donde mismo, la figura de Pablito se ve abordo, pero el anciano no está por ningún lado. A medida que se acerca lo comprueba, sólo está el niño que sostiene la caña de pescar entre sus manos. ¿Dónde está tu abuelo? pregunta M. Pablito punta hacia el fondo del océano y no deja de sonreír. Me va a traer un tesoro. M trata de recordar si cuando saludó al viejo éste llevaba consigo equipo de buceo. Imagina que así debió ser por el traje que vestía. Ata su balsa al bote y espera a que salga. Mientras, él y Pablito se miran uno al otro. Sonríen.
Comienza el retorno de forma lenta, dudando. El bote del abuelo continúa varado donde mismo, la figura de Pablito se ve abordo, pero el anciano no está por ningún lado. A medida que se acerca lo comprueba, sólo está el niño que sostiene la caña de pescar entre sus manos. ¿Dónde está tu abuelo? pregunta M. Pablito punta hacia el fondo del océano y no deja de sonreír. Me va a traer un tesoro. M trata de recordar si cuando saludó al viejo éste llevaba consigo equipo de buceo. Imagina que así debió ser por el traje que vestía. Ata su balsa al bote y espera a que salga. Mientras, él y Pablito se miran uno al otro. Sonríen.
Pasan los
minutos, el sol pega de frente, es un día templado y apacible. Un río de
gaviotas surca el cielo y el niño apunta emocionado y aplaude.
Media hora y el anciano
no emerge, M comienza a inquietarse. La calma en el niño le indica que
podría ser cosa normal. Pero al mismo tiempo le perturba que no pregunte por su
abuelo, piensa que si fuera él y tuviera su edad ya estaría aterrorizado. La
incertidumbre termina por ganarle. Pablito,
espérame aquí ¿sí? dice y desciende de la balsa. Se zambulle.
Sale una y
otra vez a tomar aire.
Al séptimo intento ya está fatigado y abandona la búsqueda.
No puede encontrarlo. El mar se lo tragó, es la frase que retumba en su cabeza. El niño es ajeno a lo que pasa. Ya toma un refresco de la hielera, ya se pone frente al timón y hace trompetillas como si nada raro estuviera ocurriendo. M sube al bote. El niño lo mira divertido y presume un pequeño crustáceo de carnada. Su cara está muy enrojecida por el sol y el viento le bate el cabello. Se sienta al lado de M y lo mira curioso con la boca abierta. M espera una pregunta, que lo cuestione por el paradero de su abuelo, pero Pablito no pregunta nada, sólo sonríe con una inocencia que le trepana el pecho.
Más de una hora, ya no hay nada que esperar. Se pregunta cómo hará para volver a la orilla sin que el niño crea que abandonan a su abuelo.
Dos horas pasan y el atardecer pinta el cielo como una explosión estática. En el horizonte brota un chorro de agua. Una ballena jorobada saca todo su cuerpo al viento en un salto majestuoso, el estruendo al caer eriza la piel de M y Pablito da brincos de emoción.
Al séptimo intento ya está fatigado y abandona la búsqueda.
No puede encontrarlo. El mar se lo tragó, es la frase que retumba en su cabeza. El niño es ajeno a lo que pasa. Ya toma un refresco de la hielera, ya se pone frente al timón y hace trompetillas como si nada raro estuviera ocurriendo. M sube al bote. El niño lo mira divertido y presume un pequeño crustáceo de carnada. Su cara está muy enrojecida por el sol y el viento le bate el cabello. Se sienta al lado de M y lo mira curioso con la boca abierta. M espera una pregunta, que lo cuestione por el paradero de su abuelo, pero Pablito no pregunta nada, sólo sonríe con una inocencia que le trepana el pecho.
Más de una hora, ya no hay nada que esperar. Se pregunta cómo hará para volver a la orilla sin que el niño crea que abandonan a su abuelo.
Dos horas pasan y el atardecer pinta el cielo como una explosión estática. En el horizonte brota un chorro de agua. Una ballena jorobada saca todo su cuerpo al viento en un salto majestuoso, el estruendo al caer eriza la piel de M y Pablito da brincos de emoción.
miércoles, 21 de octubre de 2015
Este es el fin
Te vi el terror en los
ojos. Te movías de un lado a otro por la habitación, frotabas tus manos y
brazos con angustia. En cierto momento creí que podías verme espiando. Pero no
era posible ¿o sí? A esa distancia apenas te distinguía con mis binoculares.
Muy seguido te asomabas a tu ventana y mirabas hacia mí; la niña ámbar de tus ojos
en dirección exacta a donde me encontraba. Maldecía en voz alta para que dejaras de mirarme; es que en ese
instante yo no quería cambiar mis planes.
Si nadie me interesó antes, cuando el futuro todavía me pesaba,
no sé por qué me vino esta empatía por ti, por una desconocida.
Me
dio gusto enterarme. En serio, la noticia del fin del mundo me sentó bien.
Era un lunes a las siete de la mañana y tenía los ojos ardorosos, hasta sentía pulsar las minúsculas venas rojas. El aura de la migraña me daba la sensación de tener la cabeza
sumergida en agua. La noche anterior no pude dormir y si dormí algo no sirvió
de mucho, porque estaba molido y cansado. El calor era insoportable, como
nunca. Ni permanecer en ropa interior y con los ventiladores encendidos todo el tiempo hacían diferencia en la
temperatura. Había escuchado sobre mucha mortandad en países asiáticos por la inusual ola de calor. En esa
ocasión deseé que todo el mundo ardiera de una puta vez. Y fíjate, mi deseo resultó
premonitorio.
Comenzar
la rutina de trabajo después de pasar el fin de semana encerrado, con un dolor
estalla cráneo, créeme no era algo que me entusiasmara. Yo creo que muy pocas
cosas ya me animaban, poquísimas.
Deseaba
mandar a la mierda mi trabajo. Llegar a la oficina, plantarme frente al jefe y decirle que era un viejo pendejo y rancio. Que todos odiaban sus chistes imbéciles sacados de programas basura, misóginos, simplones, pero reían por compromiso o
por lamehuevos.
Le encantaba decir mentiras sobre mí, ahí delante de todos. Decía que yo, sólo por ser solitario, de aspecto frágil y ser muy pulcro para vestir, ya era maricón. La verdad, sus juicios me importaban nada. Pero era tan insistente con esos detalles, que muchas veces me dio la impresión de que a él le atraían los hombres burdos, peludos de todo el cuerpo, robustos y cochinos en su higiene, eso interpretaba yo con su desprecio a mi apariencia. Estoy seguro que ahora mismo está llorando de miedo, abrazado a su esposa, la gorda maltratada y cornuda. Que ambos imploran a dios por la vida de sus engendros. A veces él me recordaba a mi padre, pero esa es otra historia.
Le encantaba decir mentiras sobre mí, ahí delante de todos. Decía que yo, sólo por ser solitario, de aspecto frágil y ser muy pulcro para vestir, ya era maricón. La verdad, sus juicios me importaban nada. Pero era tan insistente con esos detalles, que muchas veces me dio la impresión de que a él le atraían los hombres burdos, peludos de todo el cuerpo, robustos y cochinos en su higiene, eso interpretaba yo con su desprecio a mi apariencia. Estoy seguro que ahora mismo está llorando de miedo, abrazado a su esposa, la gorda maltratada y cornuda. Que ambos imploran a dios por la vida de sus engendros. A veces él me recordaba a mi padre, pero esa es otra historia.
Sin
embargo el trabajo en sí no era malo, siempre me gustaron los números, además
ocupaba pagar renta, comer y darme uno que otro gusto, que eran pocos, comprar
libros, ir al cine o rentar una mesa el molliere. A ti te hubiera gustado ese lugar, tenía vista al parque central. Esas cosas me dieron un poco de tranquilidad por mucho tiempo, así ignoraba todo lo jodido. De cualquier
forma, mi única aspiración era decidir cuándo iba a quitarme la vida. Un
disparo en la sien, justo donde la migraña tiene su epicentro. La trepanación
más efectiva. Aunque me faltaba conseguir un arma. Quién lo diría, ahora aquí
hay una con un par de balas dentro del cilindro y la idea ya no me interesa. Lo que viene es más efectivo.
Sabes, dijeron que la gran
hecatombe iba a suceder y estaba a casi nada de acabar con todo, que era
inevitable. Podías ver que era muy cierto nada más por el rostro pálido y
desencajado de cada reportero. Me llamaron la atención sus últimas
indicaciones. Se limitaban a decir: no
salgan, estén con sus seres queridos,
oren y pidan por un milagro. Sabes, yo ni tengo seres queridos ni creo en los milagros.
Fui a mirar por la ventana de mi departamento. Un
cielo cubierto de neblina brillante, enceguecedor, columnas de humo a lo lejos,
olor a combustible, llantas o plásticos chamuscados. La luz aumentó de
intensidad cuando ya debía haber penumbras del atardecer. Afuera el caos dio comienzo.
Ruido de sirenas, tumultos, gritos y cláxones. Mis deseos por ver el mundo
derrumbarse se volvieron incomodidad con sólo contemplar ese escenario. La gente se
arremolinó afuera de los negocios. Entraron a la fuerza y cargaron con lo que
sus brazos podían abarcar. Allá por la avenida principal filas interminables de autos y gente a pie iban todos
hacia una misma dirección. A lo mejor querían alejarse del monstruo de concreto y
edificios hasta llegar a campo abierto. Era absurdo. De qué les servían ya todas esas
provisiones y cómo huir de lo inevitable. Luego te descubrí tras la ventana
del edificio vecino.
Nada
importaba, podía pasar cualquier cosa, lo que fuera y ya nada tenía
importancia. Entonces ¿por qué vine hasta aquí después de descubrirte? Aún no lo sé, había algo en tu forma de mirar. Te vi
desconcertada ¿sabes? Sola, desolada. No sé cómo adivine tus intenciones. De
pronto estaba poniendo a prueba mi resistencia en la calle. Veme, no soy del
tipo el más fuerte sobrevive. Aún
así salí con los rayos de luz quemándome la piel. Ve, ni siquiera el grosor
de las mantas que me eché encima me protegieron.
Cuando escuché la noticia sí lo festejé en silencio. Y ahora no sé por qué
siento esta melancolía. Afuera vi a un perro retorcerse del dolor, girar en
círculos y después caer a mis pies, sus ojos no sólo me miraron, más bien me
acusaron, cómo si me dieran a entender que nunca hice nada por alguien, ni
siquiera por mí mismo. Y que sabía que no lo ayudaría a él tampoco, que esa siempre
ha sido mi naturaleza, dejar que las cosas nada más se mueran tras mi paso
indiferente. Entonces me apresuré, corrí hasta aquí, hacia ti.
Antes de salir, dudé mucho, ya me había hecho a la idea de morir solo,
contemplando por mi ventana la gran ola de fuego, verla arrasar muros, torres
de lujo, autos deportivos, el edificio donde trabajo y finalmente mi aburrida
existencia. Iba a ser algo glorioso. Pero tú me hiciste dudar entre
salir a buscarte o quedarme allá. No te voy a mentir, tuve miedo y éste aumentó
al escuchar los lamentos en puertas vecinas, los disparos secos. El gemido
final de las vidas negadas a presenciar la caída. Luego el silencio
absoluto. Si hubiera salido antes del
apagón habría bajado por el elevador y
no por las escaleras. Calcular en qué habitación estabas fue fácil, lo
difícil fue derribar tu puerta. De haberlo previsto salgo de inmediato, sin
pensármela tanto.
¿Por
qué no esperaste un poquito más? Estaba a unos metros de tu departamento cuando
escuché el disparo. Mira, me disloqué el hombro a causa de los empujones. Es
curioso que eligieras el pecho. Como te dije, en mi caso yo habría escogido la
sien porque ahí es donde comienza mi dolor. Por lo menos alcancé a contemplar
un instante tu existencia, descifrar en tus ojos el significado de todo esto,
saber qué es la sincronía con alguien más. Espero no te moleste que te haya
estado abrazando, el acariciar tu rostro mientras te platico y que esté
todavía más cerca de ti, es que, el fin se está acercando, ya lo escucho y lo
siento venir. El halo de su aliento empaña los vidrios. Si me sintieras
temblar sabrías que me muero del miedo. No imagino cómo sería si estuviera solo.
Antihéroe
Su cara arroja un hilo
de sangre, saliva y mocos, luego se estampa contra el piso. La bota regresa y
golpea sus costillas, siente un crujir de huesos. La música torna todo difuso,
el doble bombo de batería marca ritmo en cada puñetazo que le tiran. Se angustia, quiere ponerse en pie, pero la
imagen borrosa de un cuerpo envuelto en cuero negro lo embiste haciéndolo caer
de lado sobre su brazo izquierdo; el crepitar vuelve a surgir ahora acompañado
de un fuerte pinchazo. Se gira y ve los pelos magenta en forma de cresta
abalanzarse sobre él; está flaco pero lo siente pesado sobre su pecho
astillado, recibe los puños metálicos, uno tras otro. Una manopla, estoperoles
y picos magullando su carne. El remolino negro de múltiples extremidades y
pelos enmarañados lo cubre. Al compás de
distorsiones y rasgueos de guitarra cada embate parece más brutal. Las voces
guturales se mezclan con sus gritos de ¡ya
estuvo, ya párenle!
*
Jacobo
se revuelca en la cama, hastiado, con el estómago a reventar y jalando aire con
trabajo. En cierto momento se incorpora y sienta a la orilla, deja a un lado el
tazón con restos de frituras. Ve a su alrededor, las paredes forradas con posters de ídolos metaleros, los
anaqueles ocupados hasta la mínima superficie por cómics, discos compactos y
figuras de dibujos animados. Un calor insoportable. Le rueda sudor por la
panza. Por primera vez siente un malestar por su condición física y mental, por
su falta de aspiraciones. Antes no hubiera notado los signos de ser un infeliz.
No, él lo tenía todo y ese todo se resume al contenido entre los muros de su
cuarto. Pero esta noche ve con leve rencor sus preciadas posesiones, sabe que
está cerca su cumpleaños y roza cada vez más los treinta. Se mira en el espejo
y agarra sus lonjas, luego finge que son labios y balbucean eres un marrano, esboza una sonrisa
nostálgica. La relación que mantiene con sus pasatiempos lo ha llevado casi por
todas las emociones conocidas, al menos reflejadas en los personajes plasmados
ahí, pero no deja de pensar que le absorben la vida. No, aquellos son los que me
jodieron, piensa, si no fuera por
todo lo que me hicieron pasar nunca me hubiera encerrado así. Recuerda las
humillaciones y se hincha de odio, va
creciendo su rencor con cada episodio que se cuenta, hasta que el sopor lo
vence y se queda dormido. Sueña de nuevo con el hombre de bata negra, la misma melodía de coro sacro suena con eco
y sus gafas centellean con el reflejo de un halo de luz que cae del cielo, no
sabe en qué manera lo va a lastimar hoy. Debajo de su bata emergen un par de
tentáculos que vienen y lo estrangulan. Despierta agitado.
*
Camino
de regreso se pierde en los recuerdos de su niñez, las golpizas, los apodos, el
acoso y las miradas burlonas. Piensa en Javo golpeando a sus abusones, luego su
ausencia y el mal que le hizo al defenderlo. Cómo poco a poco pasó de ser su
héroe, a ser uno de tantos gandayas. El
primer amor platónico que le arrebató. La burla que le hicieron él y el Picos, cuando vieron su bicicleta
encaramada en la punta del árbol más alto de la escuela. Que tuvo que caminar
de regreso soportando más burlas en el camino. Fue uno de tantos días en los
que ideó venganzas más crueles y más dolorosas para todos ellos, justo como
ahora, esta noche que también vuelve con el corazón herido.
*
Son
las ocho pe eme y Jacobo sigue inquieto por la noche anterior, no pudo dormir
bien y hoy pasó toda la mañana y toda la tarde haciendo tiros con su arco
mientras escucha música en su guarida, cosa común los fines de semana. Pone Metallica a todo volumen, wiskey in the jar retumba por toda la
casa hasta que su hermano Javo abre de golpe la puerta, le informa que trae
visita, que apague su mierda de farsantes y se retira, no sin antes hacerle
burla: Légolas, el increíble elfo con tetas. Jacobo se sulfura y sube el
sonido hasta el último decibel de su estéreo. Pasan cinco minutos y vuelven a
tocar a su puerta, el llamado ahora es más amable, escucha su nombre en voz femenina,
la reconoce, salta y cruza sobre la cama con un intento de maroma, cae al otro
lado al tiempo que forcejea para ponerse la camiseta, se recoge el pelo largo y
desalineado con los dedos, se da un escaneo superficial de pies a cabeza,
analiza su aliento haciendo hueco con sus manos y aventando ahí el vaho. Todo bien, todo mal, qué más da, piensa
y abre la puerta. Ahí está Malina, malicia de sonrisa, labios terciopelo
carmín; ojos enormes entre gata y gacela, pelo largo lacio, negro negro de
tinte, cuerpo ceñido en mallas y blusa del mismo tono, las curvas de pecho y
caderas bien angulosas, una villana gótica a punto de seducir al protagonista,
o sea él, Jacobo, el anti héroe, el rechazado forajido solitario que viaja en
motocicleta. El tipo rudo que toma besos a la fuerza, el que aparece en el
sucio callejón y putea a dos de los cuatro cabrones que la atacan, los otros,
por supuesto, ya los puteo ella, una mujer con chingos de ovarios. Baja a convivir, teto, lo interrumpe en
su fantasía, es a la única persona que le perdona llamarlo como le venga en
gana, nada que salga de su boca podría hacerlo enojar, cualquier cosa que le
ordene, él la haría sin pensarlo. Además es la única que siente, en cierto
modo, lo trata bien y lo considera. Sus apodos, su guasa, nunca son en mala
leche, es parte de su personalidad sarcástica, cosa que a Jacobo vuelve
loco.
*
Entra
a una calle por la que no suele transitar para tomarla de atajo, de vez en
cuando da tragos a la botella de vodka. Ve la hora en su celular: diez de la
noche. Al pasar por una vieja iglesia escucha el mismo coro de sus sueños, se
dirige ahí sin pensarlo. Asomado por la ventana ve al hombre de la sotana, la
misma cara, esa que creyó desconocida, esa que su subconsciente reprimió por
tantos años y ahora se nota nítida. Ganas de vomitar.
*
En
la improvisada fiesta de su hermano ve al Picos.
Me caga ese wey, le dice a Malina en
voz baja, me caga tanto que un día le voy
a clavar una flecha en el ojo, eso no se lo dice, sólo lo piensa. Ella, con
la mirada lo anima a quedarse, y le hace caso, pues no se va. Pero cuando ve la
cara burlona del Picos, la sonrisa
contenida de su hermano que abraza a su novia jeta fruncida, la güera fresita que se hizo heavy nada más para gustarle, es cuando siente más rabia, sabe que
ya están mofándose de él. Malina le dice que los ignore, que sólo trate de
pasarla chévere y cómo es costumbre, se rinde a sus palabras. Todo va bien hasta que su hermano le exige
vaya a traer más cigarros y una botella, sabe que le pide cosas para sobajarlo,
arruinarle el momento, que sepan que es el hermano menor, el pendejo. Pero en un
destello de templanza no reacciona con enojo, en cambio accede tranquilo y le
pide prestada su motocicleta cómo estímulo para ir, Javo responde con una
exagerada carcajada, tás pendejo.
Vuelve a hervir su coraje pero Malina interviene, vamos, yo te llevo, y Jacobo sonríe embobado. Su hermano les grita
al ir saliendo que le apuren, de ahí se van a una tocada y como adentro el pisto es caro quieren llegar ya bien servidos.
*
Desde
la acera frente a su casa ve a Malina trepar a la moto con Picos, tomarlo por la cintura y desaparecer con fuertes rugidos de
motor. Entra a la casa y su hermano lo recibe con chascarrillos, él lo sabe,
ella ya les contó todo el suceso. No piensa, se vuelve todo acción, sube a su
cuarto, se cruza su arco en el torso y agarra las flechas, va a la cocina, toma
dos bidones vacíos, ve las llaves de la moto de su hermano sobre la barra y las
toma. Sale de nuevo y se sube a la moto, Javo lo mira divertido sin dejar de reír
por lo del beso. Espera que Jacobo baje de su moto pero no lo hace, se lo exige
limpiándose las lágrimas de risa, pero éste en cambio enciende el motor ante su
vista incrédula y lo deja atrás haciendo rabietas y puteándolo en voz
alta.
*
Atraviesa
la puerta de la iglesia, ataviado con sus armas y cara de pocos amigos como en
sus fantasías. Con pasos decididos, el rechinido de sus botas por el pasillo
entre las bancas, la mirada fija en el sacerdote parado frente al altar, dan
las campanadas anunciando las once de la noche. Los bidones mecen el líquido y
salpican el piso. El clérigo lo mira extrañado acercarse a él. Jacobo con las
palabras en la punta de la lengua, con sabor a redención. A dos pasos el
tartamudeo aparece, inoportuno, el padre lo mira más confundido. Jacobo sólo
atina a decir balbuceos, un te odio, me
jodiste que sale a duras penas y enseguida lanza tembloroso un rocío de
gasolina sobre la sotana. Surgen los gritos
de madre mía, dios mío, de un par
de viejas. Se da un forcejeo entre él y el viejo sacerdote que lo tira al piso
y le quita con facilidad el encendedor y el bidón de gasolina. Se levanta e
intenta luchar con él, pero el par de viejas se le cuelgan del cuello, le
llueven arañazos y jalones de pelo. El sacristán se suma al ataque con una
escoba, Jacobo intenta zafarse y le rompen la camisa, queda libre y corre
buscando la salida. Sube a la moto y apenas avanza unos metros pierde el
control y se estrella contra un poste. Él aterriza sobre el pavimento con la
espalda desnuda y le queda en carne viva. A lo lejos se escucha que alguien
sugiere llamar a la policía, Jacobo toma el arco y las flechas y huye.
*
Camino
al expendio, Malina y Jacobo bromean, es un momento mágico para él, de puro
ensueño. En cierto momento ella le dice que no se deje intimidar por nadie, que
tenga más actitud, eso, en cierta manera lo pone melancólico, escucharle eso
tumba su fantasía de ser un tipo rudo, intrépido ante el peligro y lo pone más
en la posición de víctima en el callejón, pero luego la mira, suspira por su
imagen, la gran urgencia de besarla, de confesarle su amor secreto. En el
estacionamiento, Malina sugiere fumar un cigarro y tomar de lo que acaban de
comprar, para que él llegue un poco más desinhibido a la fiesta, todavía falta
mucho para la tocada y apenas son las nueve. Tras varios cigarros y tragos de
vodka, Jacobo comienza a sentir un calor
de ánimos en el cuerpo. Se carga su autoestima, surge la actitud de
antihéroe, Malina, su sensual villana lo observa, le sonríe, no me digas que ya se te subió, qué poco
aguante, mejor… y no acaba de completar su frase, sus labios se ven
obligados a cerrarse al contacto brusco y un poco torpe de la boca de Jacobo.
El beso robado se da. Un empujón y él cae de nalgas al suelo; qué mierda te pasa, pendejo, somos primos.
Jacobo intenta explicarse pero sólo emite tartamudeos, quiere confesarse pero
se le traba la lengua. Con mucho esfuerzo alcanza a decirle que la quiere y que
él pensó que. Pero ella no lo deja continuar, se para y él intenta tomarla del
brazo, se zafa, de nuevo alza las manos para asirla e insiste un te quiero, creí que tú, como te portas tan
bien conmigo y eres la única qué... Ella responde, ya molesta por la
obstinación, es pura lastima cabrón, me
da tristeza como desperdicias tu vida, nada más, no te confundas, además, no
mames, somos primos. Él baja la
mirada, quiere llorar pero se contiene, ella se da cuenta que lo hirió e
intenta remediarlo, ya es muy tarde, esas palabras lo deshicieron. Vámonos, él niega con la cabeza; vámonos por favor, insiste, vuelve a
negar; vámonos, eleva la voz; vete tú a la mierda, puta, responde él; vete tú también, gordo chillón. Malina
sube al auto y se va. Lo deja. Jacobo da un puñetazo al poste junto a él y se
descarapela los nudillos.
*
El
alcohol es anestésico, la espalda despellejada es un leve ardor comparado con
su deseo de venganza, lo mantiene de pie a pesar de que ya es de madrugada, y
se tambalea por el alcohol en la sangre. Alguien tiene que pagársela y sabe
bien dónde encontrarlos. Apenas llega a la tocada, un punk de pelos magenta en
cresta se burla de su panza desnuda y el arco que lleva en sus manos. Otros
melenudos lo secundan. La ira le llega al punto de la explosión. Una flecha a
nombre del punk burlesco sale disparada pero éste la esquiva y se entierra en
el bracito flaco de una chica yonkie
a sus espaldas.
De
ahí en adelante todo se torna oscuro.
Tendido
en su cama, hinchado del rostro, enyesado casi de todo el cuerpo, mira las
paredes cubiertas de posters, los anaqueles llenos de figuras, comics y discos
compactos. Afuera en la sala se escucha a Javo y a sus amigos contar eufóricos
la anécdota de cómo llegaron a putear justo a tiempo a una bola de rudos punks cabrones,
antes de que mataran a golpes a Jacobo.
jueves, 11 de junio de 2015
Redención
En
menos de dos horas después de haber sido descubierta y una vez que el sacerdote
dio su visto bueno de aparición milagrosa,
ya tenía docenas de veladoras y ramos de flores rodeándola.
Yo
vine por curiosidad a observarla, a constatar que se tratara de otra pareidolia colectiva más y también a
reírme de la ingenuidad de los creyentes.
Pero
lo que vi fue algo inesperado, frente a mí estaba: el cordero sagrado —así le llamaron después— el cual tenía en
el lomo, la figura perfectamente
detallada de la mismísima Santa Muerte. En ese instante descubrí que los fieles no
eran el típico rebaño de los domingos por la mañana, ahí había personajes muy
raros, en actitudes aún más. Con los ojos vidriosos, arrodillados y alzando las
manos al cielo.
Después
de estar formado algunos minutos en una fila improvisada y cuando llegó mi
turno, me acerqué lo más que pude al cuerpo del animal recién parido, tratando
de encontrar el truco de lo que a simple vista parecía, un bien logrado efecto
visual, sólo para darme cuenta que su pelo emitía destellos plateados y la piel
hacía surcos y relieves, dando a la imagen un efecto tridimensional. Un hombre
calvo y robusto interrumpió mi análisis mental y me apuró a salir de la fila.
Volteé
hacia un costado y vi a Humberto, un vecino y paciente regular en mi
consultorio, guadalupano de fuerte
convicción, como la mayoría en el pueblo; él estaba separado de la masa de
gente, me le acerqué de forma discreta y lo saludé, enseguida me preguntó, casi
susurrando, qué pensaba acerca del suceso y antes de que le respondiera se apresuró a contestar que a él le parecía
una manifestación diabólica, que eso no era más que el resultado de la
decadencia y el pecado que últimamente
se vivían en el pueblo, luego disminuyó más su voz y se me arrimó cubriéndose
la boca, para decirme que no entendía
de dónde salieron esos adoradores de Satanás que reverenciaban con tanta
efusión a la imagen, una prueba más de
lo enfermo y falto de valores que se había vuelto todo.
Sé que
esto es una farsa y creo que ya descubrí el truco, lo interrumpí y al verle
la cara de curiosidad le expliqué mi teoría. Consistía en la posibilidad de que
la piel tatuada del cordero estuviera sobrepuesta, pegada de algún modo.
Humberto,
en un acto impulsivo se abalanzó hacia el cordero, lo alzó del pellejo, por
donde estaba la figura y lo zarandeó de manera brusca. Sonaron berridos de
dolor pero nada se le desprendió. La multitud como si de una llamarada se
tratara se convirtió en una turba rabiosa; el calvo robusto se abrió paso a
empujones y lanzó patadas que eran
esquivadas instintivamente por Humberto, quién entre tropiezos y largas zancadas
de pierna salió huyendo del lugar.
Mientras
los fieles estaban distraídos, aproveché para tomar al cordero entre mis brazos
con el pretexto de calmarle el dolor, lo sostuve como a un bebé y le sobé el
lomo lentamente, tratando al mismo tiempo, de sentir un borde sospechoso,
alguna textura distinta en el área donde se encontraba la figura, pero nada, al
contrario, los surcos y relieves se sentían como verdadera piel, tenían una
temperatura cálida. Y lo más extraño fue el calor que emanaba y subía como una casi imperceptible corriente
eléctrica por mi mano.
Me
invadió una sensación de bienestar general, quedé en trance unos segundos hasta
que de nuevo, el hombre calvo demandó dejar el animal en su pedestal, lo hice,
pero con un sentimiento distinto a cuando lo tomé, como quién coloca un objeto
sagrado en su santuario, reverenciando el símbolo que representa.
La adoración de los fieles a la aparición continuó, no sé cuanto más ese
día, pero yo regresé a casa. Esa noche me acosté intranquilo, con un enjambre
de pensamientos.
Estaba
tumbado boca arriba en la azotea, al aire libre, con el cielo lleno de
estrellas ante mí. Una de ellas fue creciendo en tamaño y resplandor, luego,
unas luces multicolor con destellos eléctricos danzaron su alrededor, como una
corona gigante. Una luz blanca más fuerte brotó de su centro al abrirse una puerta
y se proyectó hacia mí, de ésta salió una figura pequeña, que suspendida en el
aire, fue bajando poco a poco. La luz se hizo más tenue. La figura se detuvo cerca
de mí y pude ver bien que se trataba de la virgen de Guadalupe o al menos eso
parecía por sus atavíos. Mis ojos, como si tuvieran la capacidad de
desprenderse de sus cuencas, se dirigieron hacia cada uno de sus detalles anatómicos
y de vestimenta, sus manos pequeñas y finas irradiaban como aluminio; su manto
tenía estrellas reales que prendían y apagaban sobre una tela de un verde
cósmico, porque no era un sólo tono, tenía profundidad, nebulosas y múltiples capas
ondulantes. En su vestido rosa o magenta o púrpura, con bordados de oro, se
traslucía su cuerpo desnudo. Bajo sus pies aleteaban dos querubines con cara
desollada, sonrientes, no podían evitarlo. Y sobre los hombros de la virgen no
había cabeza femenina, entre la capucha de su manto… ¡estaba el rostro de un cordero!
Desperté
agitado y con mi mano derecha entumida abrí y cerré las falanges, la sentí
rara, como si no me perteneciera, encendí la luz. Qué carajo, dije casi en voz alta, pues hasta ese momento en esa
mano existía la cicatriz de una muy grave quemadura que tuve en mi niñez. Había
desaparecido. Aparte podía ver perfectamente y no traía puestos mis anteojos.
Al
amanecer me dirigí de nuevo al lugar de adoración y varios metros antes de llegar
escuché los gritos de ¡Milagro! ¡Estoy
curado! Oh, bendito cordero, hijo de nuestra madre santa, la muerte. Y la
gente eufórica interceptándome en el camino, diciendo en qué manera había sido
sanada. Ya casi todo mundo había
comprobado lo mismo que yo esa mañana.
Alejado
de aquella muchedumbre que se arremolinaba sobre el pedestal, tratando de pasar
desapercibido estaba Humberto, que apenas me descubrió fue hacia mí con cara
entre angustia y confusión, sin decirme una palabra se desabotonó la camisa. Sus
palabras salieron titubeantes. Doctor,
dígame, por favor explíqueme, cómo es esto posible, negué con la cabeza, pero
sabía bien a qué se refería. Humberto había sido operado de una cardiopatía
hacía más de un año, yo realicé la cirugía. Y en ese día, el día después de que
levantó con sus manos al cordero, ya no existía cicatriz en su pecho que diera
testimonio de esa intervención. Humberto se alejó murmurando para sí mismo como
un demente.
Pasaron
días después del nacimiento y miles llegaban diariamente para presenciar el
milagro y ser sanados. Los ciegos recuperaban la vista; a los tullidos les
volvían a crecer las extremidades y los enfermos terminales recuperaban el
tiempo que carecían de vida con nueva y mejor salud.
Muchos
guadalupanos se convirtieron a la
nueva Iglesia del Sagrado Cordero, Hijo
de la Santa Muerte, yo por mi parte, a pesar de mi aparente milagro
o de mi sanación espontánea, no lo aceptaba, mi razón no lo podía permitir. Aparte
ya nadie venía a consulta ¿de qué servía un médico en el pueblo? Pero lo que seguía perturbándome eran
los constantes sueños con la virgen cara de cordero, a veces sólo se
presentaba, otras me hablaba y decía: muéstrales.
Pronto
terminé por entenderlo, por más que me resistía a los designios que me
señalaban. Había un símbolo de fe, pero no había profeta, ningún guía que
explicara la razón de ser del cordero. Yo era ese profeta, por lo menos eso se
me pretendía atribuir con tantas señales
místicas, pero ¿cuál era la razón de
ser del cordero? Unos decían que
había venido únicamente a sanar a todos los hombres del mundo. Al ser curados podían vivir la vida eterna y ésta era la tierra prometida, el paraíso. Otros como los guadalupanos
que se negaban a aceptar el nuevo símbolo, veían en el cordero al anticristo,
que sólo había traído caos, pues los fieles vivían sin temor a las
consecuencias de sus actos, con unos excesos que rayaban en peligro mortal para
sí mismos y los demás. Al fin y al cabo cualquier repercusión en su salud, por
más grave que fuera, sólo bastaba posar sus manos en el cuerpo del animal, para
tener una recuperación completa e incluso renovada. No tardó mucho tiempo en
que los apoderados del cordero, dueños desde un principio, comenzaran a pedir
cuotas simbólicas que cada vez se
hacían más altas, pues hasta el gobierno municipal demandaba una tajada. Pero
el mayor problema vino después, cuando limitaron también el horario de visitas. De un día para otro habían
privatizado los milagros. Para ese entonces, ya tenían un santuario con un pasillo
largo y líneas de circulación. Más de un centenar de hombres de seguridad para
el orden, cobro de cuotas y protección de su símbolo de fe. La gente
enloqueció, pedían además sanación sin necesitarla. Había algo en ello que los
volvió adictos; se dieron cuenta de que no sólo eran curados, también eran cargados
de una vitalidad que los rejuvenecía. Por
otro lado, los asaltos, secuestros y asesinatos se volvieron algo común, pues
quedaba claro que sin dinero, no había
milagro. Fue entonces cuando vi mi oportunidad. El profeta era más
necesario que nunca. Mi estrategia para conseguir adeptos fue simple: sólo tuve
que aparecer a las puertas de la nueva iglesia entre los marginados, elevar mi
voz y hablarles de la buena nueva, la cual consistía en liberar al cordero, así me lo había ordenado su madre en varias
visiones. Que la sanación sea para todos,
que no haya imposiciones, ni privilegios, pero sobre todo, que sea primero para el que más la
necesita. Para los pobres, para los viejos, para los niños. Para las
enfermedades verdaderas, las más graves, aquellas que no tienen cura.
En
menos de dos meses con Humberto como mi discípulo, quién hacía eco de todo lo
que decía, junté una cantidad de seguidores enorme, lo suficiente como para
derribar los muros del santuario que albergaban al cordero. Les dije que eran muros
que lo tenían secuestrado, que nos pertenecía,
pues éramos nosotros quiénes poseíamos la verdad justa. La imagen grabada en su
lomo efectivamente era de la muerte, pero no de la santa, no la de ellos, esa imagen pagana. Ese símbolo era uno con
el animal, era Jesús venciendo a la
muerte, la segunda venida, la reencarnación del cordero de Dios.
Con
esos preceptos les di ánimo y después de días de estrategia, de lucha y muchos
muertos, vencimos a los guardias, ingresamos al templo hasta llegar al pedestal.
Mis seguidores se inclinaron ante su salvador salvado, había un ambiente
de esperanza, de fe. Hice lo mismo, me postré de rodillas, muy cerca del Gran redentor. Cuando todos meditaban
con el rostro hacia el piso levanté la mirada y lo acuchillé por la espalda,
varias veces, tantas como pude. Atrás de mí todos debieron estar en shock, pues nadie me detuvo, sólo hasta
que fueron conscientes de lo que hice.
Ahora,
amarrado en este poste y con la leña bajo mis pies, viendo vociferar al
sacerdote verdugo, el mismo que vi cuando todo comenzó, puedo asegurar que la
razón no prevalecerá, pero por lo menos moriré sabiendo que el fanatismo y la superstición nunca me invadieron del todo.
jueves, 14 de agosto de 2014
Apatía
Las esperanzas son piedras que se hunden en un lago . Hasta el fondo se dejan ver sus rostros exhalando la última luz de vida. Los peces de dientes
afilados y ojos vidriosos lanzan de sus bocas burbujas de sangre. Es la sangre de una
persona que desfalcó el amor de sus padres, de
sus hermanos, de su pareja y sus amigos. Amigos a los que robo sus amores,
amores a los que les robo el tiempo. Padres que perdieron la juventud tratando de
hacer algo por esa masa amorfa sin aspiraciones, espantada de vida, asqueada de vivir como piedra, ser
piedra en la que los demás tropezaron, ser mierda seca que ni los insectos aprovechan. Nunca obtienen nada de esa persona, porque siendo sinceros qué podría ofrecer
sino desilusiones. A nadie le gusta batallar con la rutina. Y a su lado eran
rutina, eran espesa cobija que hace sudar la espalda de la desidia, pan duro
que no comieron por esperar a que hubiera leche fresca. Y cuando la lechita llegó
esperaron a que hubiera chocolate, pero el chocolate nunca llegó, la leche se
volvió agria y las moscas zumbaron por todas partes. Se convirtió en el vapor insoportable de los días de calor, el
vació de los silencios incómodos que nunca supo llenar, la ignorancia de temas
profundos que nunca pudo comprender más que cayendo como roca al vacío, como
cuerpo inerte, sin pensamientos propios, sin aspiraciones.
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