domingo, 22 de mayo de 2016

Hermanas pájaro

Y
an Yan pide un descanso, lo hace con la mirada. Esa  mirada que su padre reconoce y no tolera. A su ruego sin voz, responde golpeándole las piernas con una vara de bambú. Yan Yan se tambalea pero amaciza y recupera el equilibrio. Siente que la sangre le saldrá por la nariz. Finalmente, después de quince minutos más suspendida boca abajo, su padre le dice que puede descansar. Yan Yan desciende en un movimiento fluido, lento al bajar sus piernas, luego se inclina haciendo una reverencia y va a sentarse, todo en secuencia armoniosa, signo de una gran disciplina. Su hermana mayor, Jun, de 12 años de edad, aún conserva la pose. El padre camina con las manos detrás de la espalda, oscilando la vara con ritmo de metrónomo, la rodea sin quitarle la vista, cuando ésta titubea, le da un varazo en las nalgas y eso la hace endurecer su postura.  Jun sabe que si baja antes de tiempo, los golpes serán más fuertes y no cesarán hasta que vuelva a incorporarse.  Completa los 45 minutos y se pone de pie. Al momento de inclinarse se escucha un suave llamado invitando a la mesa. El padre  hace una seña a las dos niñas para que se retiren.

¿Wan, tú no vienes a cenar con nosotras?— pregunta su esposa, Siu, asomándose a través del telón. Wan niega con la cabeza y se retira.

Avanza pensativo sobre el escenario, luego junto a las gradas, hasta que sale de la carpa.  Son tan profunda sus pensamientos que presta poca atención a su entorno, ni siquiera el martillar intermitente de los tramoyistas lo saca de su meditar. Sabe muy bien que si no ofrece algo novedoso, habrá arruinado su gastado espectáculo, ese que ya nadie quiere ver. A eso sumarle la deshonra a sus ancestros, que con sudor y sacrificio dieron renombre al  Magnífico Circo de Nanjing. Algunos de los más viejos, habiendo actuado para emperadores de últimas dinastías.

Wan trata de escapar del vapor sofocante de sus compromisos, los que se han visto empeorados con deudas que lo siguen de ciudad en ciudad en un país ajeno al suyo.

Se detiene al ser consciente del tramo recorrido, el bosque está frente a él, silencioso, lleno de sombras danzantes. Un temor eléctrico le recorre el cuerpo. Al dar la vuelta para regresar encuentra el camino obstruido por dos hombres vestidos de traje, máscaras negras de brillo metálico, colmillos enroscados, cuernos apenas sobresalientes sobre una frente arrugada, cejas arqueadas en señal de malicia y huecos oscuros donde unos ojos miran desafiantes. Calma y tensión, viento perceptible. Sus posturas despreocupadas no dejan advertir que reposan sutilmente la mano sobre la empuñadura de sus sables. Wan da un paso atrás y los enmascarados uno adelante. Gira impulsivamente con intensión de escapar. Entonces un frío punzante le  atraviesa el brazo izquierdo, el roce magnético entre dos minerales: acero y hueso. Un suave desprendimiento. El golpear seco de la carne contra el suelo de tierra y un aire percibido donde nunca. El cirquero perdió una mano a la altura de la muñeca. Cae hincado e intenta hacer torniquete con la faja de su cintura, la sangre forma un lodo rojizo alrededor de sus rodillas, uno de los enmascarados toma la mano amputada y la echa en una caja de madera, el segundo de ellos le informa al cirquero el aplazamiento de la deuda a su jefe. Y si no cumples, vendremos por la otra. Y luego por las de tu mujer y las de tus hijas. 

Apenas se retiran sus cobradores, arranca tambaleante de regreso, sujetando con fuerza el muñón donde estuvo su mano izquierda. El trayecto ahora le parece eterno. Cuando se acerca a la zona de carpas su rostro está tan pálido que imita su habitual maquillaje escénico. Grita con dificultad cuando sabe que ya le quedan pocas energías, a lo lejos la figura de Siu envuelta en un camisón blanco, se desliza como un espectro. Lo ha estado esperando despierta. La mujer se dirige hacia él, nota algo extraño y corre a su encuentro. 

Wan despierta tendido en la cama. Trata de imaginar todo como un delirio, abre y cierra los dedos de ambas manos sin voltear a verlas; se tranquiliza. Pero cuando ve el rostro de su esposa que lo mira con ojos saliendo de la angustia y entrando al alivio por verlo vivo y consciente, sabe que todo fue cierto y la sensación de su mano sólo una ilusión de extremidad fantasma. Wan sabe que perdió más que una mano.
Con el honor herido e incapaz de mirar de frente a su familia, cuenta la razón de su suerte, la vergüenza de sus deudas y el alto costo que pueden tener. La respuesta de ellas viene llena de nobleza, no están dispuestas a dejarlo solo. Van a salir adelante.

Wan pasa los días ideando el nuevo atractivo para un espectáculo exitoso, el número estelar del que se hable en cada rincón y sea esperado con ansias por niños y adultos, el número que catapulte su circo y lo expulse del hoyo en el que se encuentra. Pero nada surge, hay algo que obstruye el ingenio que alguna vez tuvo. 
Cuando comienza a resignarse a su destino Wan ve llegar a sus dos hijas eufóricas. Detrás de ellas viene Siu y le da la noticia: Ha venido un joven tibetano con su hijo, ambos poseen talentos nunca antes vistos y ni siquiera sus talentos combinados se acercan a la maravilla que los acompaña como agregado especial, una bestia de blanco pelaje, franjas negras como grietas en la nieve y enormes dimensiones: un tigre de Bengala perfectamente domado. Ellos son nómadas inmigrantes que ofrecen su función como medio para subsistir, pero a causa de su pobre medio de transporte y los constantes peligros a los que se enfrentan a diario –como lo son cazadores y pandillas al servicio de mafias– temen por su vida vagando en la inestabilidad y a merced de esos malvivientes. Wan escucha cada palabra con estoicismo. Va y pide a padre e hijo demostrar sus habilidades.

El tibetano hace una señal a su hijo; se colocan en posición y encienden unas antorchas. El tigre comienza a caminar en círculos observando las llamas al centro. El padre toma un cuenco metálico y lo frota con una baqueta de madera pulida, emite una tenue melodía, apenas una vibración. Luego un golpe al cuenco que suena a campanada da la señal al tigre de correr para tomar vuelo. Un segundo golpe es la señal de abalanzarse hacia ellos. Justo antes de saltar sobre sus cabezas, el padre bebe del cuenco un alcohol y lo escupe a la flama de la antorcha. El felino queda atrapado por la llamarada. Al caer es una bola de fuego. Avanza a toda velocidad y salta de nuevo, ahora a través de una manta sostenida por el joven que lo envuelve y lo hace surgir del otro lado limpio de cualquier señal de hubiera estado en llamas. Ni siquiera se ve el humo como prueba la inmolación del tigre.  

Wan está asombrado. Trata de ocultar su emoción. Les dice que no puede darles trabajo, pues ni siquiera cuenta con los recursos para alimentar a su familia, mucho menos a una bestia de esas dimensiones. Siu lo mira confundida pues sabe que necesitan de un espectáculo como ese.  El tibetano con voz calma le responde que no se preocupe, en la primera semana podrían ir a cazar al bosque, ya después, cuando el interés en su espectáculo comience a dar frutos, Wan podrá pagarles lo que les corresponda. Wan acepta la oferta como si les hiciera un favor, cuando en realidad era él quien rogaba por un milagro.

Llega el día en que se va a mostrar el espectáculo, hay un poco más de gente que la acostumbrada, debido en gran parte al previo anuncio del nuevo acto. Wan gastó lo poco que tenía en imprimir volantes y anunciar a pulmón por todas las calles de la ciudad el nuevo y exótico evento protagonizado por la bestia y sus domadores. Terminado el evento, la gente abandona las instalaciones con gran entusiasmo, expresando todos los adjetivos de grandeza que Wan deseaba tanto escuchar.
Pasada la primera semana, el tibetano exige su pago, pero Wan temiendo la proximidad en la expiración de su plazo y a pesar de ya contar con buenas ganancias, le pide esperar una semana más, sabe que aún no completa la cantidad de su deuda. El tibetano le expresa que cada vez le es más difícil conseguir alimento para el tigre, por lo que acuerdan esperar sólo dos funciones más, Wan acepta sabiendo que una función más sería suficiente para cumplir.
Después de la primera función de plazo, Wan ve con satisfacción la cantidad reunida a un día de la fecha de vencimiento de su deuda. Coloca el dinero en una bolsa y sale con rumbo a la guarida de su prestamista. En el camino, dos hombres vestidos con el clásico atuendo de criado real, le entregan un mensaje, un conocido soberano pretende asistir a su próximo espectáculo, requiriendo la implementación de un palco para su familia, para ello ofrece un cuantioso pago, además, la posibilidad de contratación futura por una función privada y la petición del tigre como modelo para incluirlo en una pintura. Wan acepta dando muestras del honor que representaría dicha presencia en su circo y se despide de los hombres. Con entusiasmo duplicado continúa su trayecto a la guarida, imaginando los frutos porvenires de su circo.  
La entrada al lugar es resguardada por un par de hombres vestidos de traje, el humo de sus cigarros y la penumbra de la cornisa impide verles claramente el rostro. Wan llega y anuncia el motivo de su presencia. Los hombres le abren la puerta y entra. En el salón iluminado por luces tenues de rojos matices se ve la disposición de las mesas de juego, rodeadas por grupos de hombres en gran variedad de ánimos, flanqueados por bellas mujeres que emiten expresiones de complicidad forzada, todo el ambiente a ojos de Wan parece atrayente, ahora más que nunca debido a su sobriedad de juego. La voz seductora surge con más fuerza cuando una mujer de finas facciones le ofrece espacio en una mesa, previo  inicio de una partida. Trata de resistir la ansiedad, pero la voz resurge recordándole su nueva suerte, el par de días restantes de su deuda y  el éxito seguro con la función al soberano. Con las cartas a su favor podría pagar su deuda e irse a casa con la suma de las ganancias del circo intactas. Cede a la tentación y después de una y otra partida de manos sin suerte irremediablemente pierde todo su dinero.
Wan vuelve a casa con la consternación visible en el rostro, pero en un acto de orgullo recobra la ecuanimidad y entra cómo si nada hubiera pasado. Siu le cuestiona la hora, pero Wan desvía el tema con la noticia del Soberano, volviendo a su mujer los ánimos optimistas. De su vuelta al vicio y la pérdida de sus ahorros no menciona nada. Esa noche los nervios y el terror por lo que pueda pasarle le impide dormir tranquilo.
Llega el día de la función estelar prevista para la familia del Soberano, para quiénes ya se ha montado un amplio palco con asientos cómodos. Y en el que vence el plazo de su deuda. Wan es un manojo de nervios que pretende apaciguar, el sudor corre por su cuello y constantemente tiene que retocarse el maquillaje. Llega la hora, sale y anuncia, uno a uno los números de cada acto. Y entre cada uno de ellos se pregunta — abandonando progresivamente su serenidad— por qué no llega el tibetano con su hijo y el tigre. Pero para su suerte ya en el último número, del cual sus hijas son protagonistas, ve llegar al hijo del tibetano. Sale a su encuentro y recibe de sus labios la noticia como baldazo de agua fría. Padre y bestia fueron asesinados por cazadores cuando buscaban alimento en las montañas, el primero tratando de evitar que dieran muerte a la bestia y ésta, luchando por su propia vida. Wan contra todo su orgullo y temiendo conservar un poco de dignidad tuvo sale y anuncia la ausencia de su número estelar, cuando lo hizo, pudo ver los rostros indignados de la familia real y con ese gesto el desvanecimiento de sus sueños. Entre el público, como si fueran fantasmas de su conciencia, cree ver también a los hombres con máscaras de demonio.
Un año después el circo de Wan sigue en pie contra toda predicción. Él no puede creer que del dolor y la barbarie habría de dar renombre sobre renombre al Circo de sus ancestros, librándose de toda deuda y carencia financiera. Las hermanas Yan Yan y Jun, se convirtieron en las celebridades que él estaba esperando. Con orgullo las ve elevarse por los cielos en vuelos mortales desde los pasamanos, equilibrar sobre sillas temblorosas y hacer suertes en dupla una sobre otra, apoyándose e impulsándose únicamente con sus piernas, pues son las únicas extremidades que les queda para usar. Al espectáculo que comenzó a atraer por cientos a su circo y que sorprende a chicos y grandes le llamó las hermanas pájaro que vuelan sin alas. Se prometió nunca más deberle a la mafia.  
   



martes, 27 de octubre de 2015

La nada es el comienzo...



Las llamas cubren el convertible, adentro se queman las pertenencias de M, las observa enroscarse como gusanos sobre las brasas. Su cabello encanecido revolotea con el viento, tira el saco y la corbata sobre el fuego. La columna de humo asciende y se pierde en el cielo gris. Al fondo se desparrama el desierto y al frente el mar. Los dos horizontes de nada. Hasta donde abarca la vista, todo es llanura, todo es desolación. En la orilla  se encuentra su pequeña carpa, entre esa vastedad de azul y dorado.  

Llega la noche, en la fogata pende  la hoya de café entre dos leños, el aroma le mece los recuerdos.  Atiza con billetes y fotografías viejas. Con las fotos va reviviendo momentos que luego calcina en la hoguera. Las olas azotan con calma, el tintineo de los grillos, el crepitar de las brasas. Finaliza el día convirtiendo todo en cenizas.

Durante la noche deja abierta la casa de campaña, desde donde está recostado se asoma la luna rodeada de nubes,  el agua refleja la luz como si emergiera desde las profundidades. Se pone de pie y sale a caminar. La camioneta todavía está humeante, el desierto azul y lleno de sombras. En su pensamiento aún arden dos o tres episodios de su vida, pero ya sin resentimiento, ya no duelen. A lo lejos dos figuras surcan por la orilla de la playa; la luna los define nítidos. Es una coyota con su cría, caminan sin prisa y sin advertir peligro, hasta que se pierden de vista.   

La madrugada arroja sus primeros destellos de luz opaca, las estrellas comienzan a perder su brillo y el viento golpea su refugio de nylon. Mientras M infla su balsa surge el amanecer pintando las nubes de magenta. En una bolsa de plástico echa el termo de café y su libreta de notas. Arrisca las mangas de su camisa y dobla sus pantalones. Se adentra en el agua arrastrando la balsa. Los zapatos y la carpa los abandona a la orilla como testigos de su despedida.

Va metiéndose con el sube y baja de las olas, remando hasta mar adentro. La orilla desaparece, el sonido del viento y el chapoteo de la balsa en el agua es lo único que se escucha. Alrededor todo es neblina. Contempla por largo rato ese limbo blanco que lo abstrae de sus pensamientos, como si el vacío inundara cada imagen desagradable hasta hacerla desaparecer. 

El sonido de un motor que se acerca lo saca de su trance. Aparece un bote abriéndose paso entre la niebla. Lleva dos siluetas a bordo, vienen justo hacia él. Es un anciano robusto y calvo, viste de spandex y lleva a un niño envuelto con impermeable y chaleco salvavidas.  Es evidente que el pequeño tiene Síndrome de Down. Eleva el rostro al cielo y sonríe con el viento en su cara, lo festeja con las manos alzadas, se alegra aún más cuando ve a M, como si éste le fuera conocido.

El anciano apaga el motor, tiende la mano a M y se presenta. El muchacho se entrevera entre sus brazos y extiende también su mano regordeta. Soy Pablito, soy Pablito, repite varias veces y se palmea el pecho. M responde el saludo, el anciano lo mira con curiosidad, luego echa un vistazo a su balsa. Tenga cuidado, más adentro el mar se vuelve impredecible. M asiente con la cabeza. Bueno, nosotros iremos un poco más hacia la orilla, a ver si tenemos suerte, muestra una caña de pescar.  Atraparé un pez grande para mi abuela, interrumpe el niño. El anciano lo mira, luego sonríe, a él le encanta este lugar, dice y luego se despide. Enciende el bote y da marcha hasta que son un punto casi indefinible. Pablito no deja de extender la mano en un adiós que ondea de lado a lado. 

M se aleja un poco más sin perder de vista la pequeña silueta del bote. Aún se escucha la voz chillona de Pablito que ríe, grita y festeja a cada momento. M siente que la piel se le encoge, un vacío que cuela el aire helado a sus pulmones y ganas de llorar, por primera vez en mucho tiempo hay una urgencia incesante por abrazar a alguien, por asirse de algo. 

El cielo se despeja y un azul claro e intenso lo cubre y acaricia con su calor. De nuevo suena a lo lejos la risa de Pablito, luego un chapoteo. M aguza la mirada y hace sombra sobre sus ojos con la mano, ve la calva del anciano emerger del agua, luego estirar el cuerpo y trepar de nuevo al bote, mientras el niño ríe a carcajadas. M vuelve a remar hacia adelante hasta quedar rodeado nada más por nubes.

De nuevo en soledad trata de escribir una nota en su cuaderno, pero las palabras se niegan a salir. Será mejor mañana, hoy no voy a poder, se convence después de varios minutos de sentir que flota en la nada. 

Comienza el retorno de forma lenta, dudando. El bote del abuelo continúa varado donde mismo, la figura de Pablito se ve abordo, pero el anciano no está por ningún lado. A medida que se acerca lo comprueba, sólo está el niño que sostiene la caña de pescar entre sus manos. ¿Dónde está tu abuelo? pregunta M. Pablito punta hacia el fondo del océano y no deja de sonreír. Me va a traer un tesoro. M trata de recordar si cuando saludó al viejo éste llevaba consigo equipo de buceo. Imagina que así debió ser por el traje que vestía. Ata su balsa al bote y espera a que salga. Mientras, él y Pablito se miran uno al otro. Sonríen. 

Pasan los minutos, el sol pega de frente, es un día templado y apacible. Un río de gaviotas surca el cielo y el niño apunta emocionado y aplaude.

Media hora y el anciano no emerge, M comienza a inquietarse. La calma en el niño le indica que podría ser cosa normal. Pero al mismo tiempo le perturba que no pregunte por su abuelo, piensa que si fuera él y tuviera su edad ya estaría aterrorizado. La incertidumbre termina por ganarle. Pablito, espérame aquí ¿sí? dice y desciende de la balsa. Se zambulle.

Sale una y otra vez a tomar aire. 

Al séptimo intento ya está fatigado y abandona la búsqueda.

 No puede encontrarlo. El mar se lo tragó, es la frase que retumba en su cabeza. El niño es ajeno a lo que pasa. Ya toma un refresco de la hielera, ya se pone frente al timón y hace trompetillas como si nada raro estuviera ocurriendo. M sube al bote. El niño lo mira divertido y presume un pequeño crustáceo de carnada. Su cara está muy enrojecida por el sol y el viento le bate el cabello. Se sienta al lado de M y lo mira curioso con la boca abierta. M espera una pregunta, que lo cuestione por el paradero de su abuelo, pero Pablito no pregunta nada, sólo sonríe con una inocencia que le trepana el pecho. 

Más de una hora, ya no hay nada que esperar. Se pregunta cómo hará para volver a la orilla sin que el niño crea que abandonan a su abuelo. 

Dos horas pasan y el atardecer pinta el cielo como una explosión estática. En el horizonte brota un chorro de agua. Una ballena jorobada saca todo su cuerpo al viento en un salto majestuoso, el estruendo al caer eriza la piel de M y Pablito da brincos de emoción.



miércoles, 21 de octubre de 2015

Este es el fin


Te vi el terror en los ojos. Te movías de un lado a otro por la habitación, frotabas tus manos y brazos con angustia. En cierto momento creí que podías verme espiando. Pero no era posible ¿o sí? A esa distancia apenas te distinguía con mis binoculares. Muy seguido te asomabas a tu ventana y mirabas hacia mí; la niña ámbar de tus ojos en dirección exacta a donde me encontraba. Maldecía en voz alta para que dejaras de mirarme; es que en ese instante yo no quería cambiar mis planes. Si nadie me interesó antes, cuando el futuro todavía me pesaba, no sé por qué me vino esta empatía por ti, por una desconocida.

Me dio gusto enterarme. En serio, la noticia del fin del mundo me sentó bien. Era un lunes a las siete de la mañana y tenía los ojos ardorosos, hasta sentía pulsar las minúsculas venas rojas. El aura de la migraña me daba la sensación de tener la cabeza sumergida en agua. La noche anterior no pude dormir y si dormí algo no sirvió de mucho, porque estaba molido y cansado. El calor era insoportable, como nunca. Ni permanecer en ropa interior y con los ventiladores encendidos todo el tiempo hacían diferencia en la temperatura. Había escuchado sobre mucha mortandad en países asiáticos por la inusual ola de calor. En esa ocasión deseé que todo el mundo ardiera de una puta vez. Y fíjate, mi deseo resultó premonitorio.

Comenzar la rutina de trabajo después de pasar el fin de semana encerrado, con un dolor estalla cráneo, créeme no era algo que me entusiasmara. Yo creo que muy pocas cosas ya me animaban, poquísimas.

Deseaba mandar a la mierda mi trabajo. Llegar a la oficina, plantarme frente al jefe y decirle que era un viejo pendejo y rancio. Que todos odiaban sus chistes imbéciles sacados de programas basura, misóginos, simplones, pero reían por compromiso o por lamehuevos

Le encantaba decir mentiras sobre mí, ahí delante de todos. Decía que yo, sólo por ser solitario,  de aspecto frágil y ser muy pulcro para vestir, ya era maricón. La verdad, sus juicios me importaban nada. Pero era tan insistente con esos detalles, que muchas veces me dio la impresión de que a él le atraían los hombres burdos,  peludos de todo el cuerpo, robustos y cochinos en su higiene, eso interpretaba yo con su desprecio a mi apariencia. Estoy seguro que ahora mismo está llorando de miedo, abrazado a su esposa, la gorda maltratada y cornuda. Que ambos imploran a dios por la vida de sus engendros. A veces él me recordaba a mi padre, pero esa es otra historia.

Sin embargo el trabajo en sí no era malo, siempre me gustaron los números, además ocupaba pagar renta, comer y darme uno que otro gusto, que eran pocos, comprar libros, ir al cine o rentar una mesa el molliere. A ti te hubiera gustado ese lugar, tenía vista al parque central. Esas cosas me dieron un poco de tranquilidad por mucho tiempo, así ignoraba todo lo jodido. De cualquier forma, mi única aspiración era decidir cuándo iba a quitarme la vida. Un disparo en la sien, justo donde la migraña tiene su epicentro. La trepanación más efectiva. Aunque me faltaba conseguir un arma. Quién lo diría, ahora aquí hay una con un par de balas dentro del cilindro y la idea ya no me interesa. Lo que viene es más efectivo.
 Sabes, dijeron que la gran hecatombe iba a suceder y estaba a casi nada de acabar con todo, que era inevitable. Podías ver que era muy cierto nada más por el rostro pálido y desencajado de cada reportero. Me llamaron la atención sus últimas indicaciones. Se limitaban a decir: no salgan, estén con sus seres queridos, oren y pidan por un milagro. Sabes, yo ni tengo seres queridos ni creo en los milagros.

Fui  a mirar por la ventana de mi departamento. Un cielo cubierto de neblina brillante, enceguecedor, columnas de humo a lo lejos, olor a combustible, llantas o plásticos chamuscados. La luz aumentó de intensidad cuando ya debía haber penumbras del atardecer. Afuera el caos dio comienzo. Ruido de sirenas, tumultos, gritos y cláxones. Mis deseos por ver el mundo derrumbarse se volvieron incomodidad con sólo contemplar ese escenario. La gente se arremolinó afuera de los negocios. Entraron a la fuerza y cargaron con lo que sus brazos podían abarcar. Allá por la avenida principal filas interminables de autos y gente a pie iban todos hacia una misma dirección. A lo mejor querían alejarse del monstruo de concreto y edificios hasta llegar a campo abierto. Era absurdo. De qué les servían ya todas esas provisiones y cómo huir de lo inevitable.  Luego te descubrí tras  la ventana del edificio vecino.

Nada importaba, podía pasar cualquier cosa, lo que fuera y ya nada tenía importancia. Entonces ¿por qué vine hasta aquí después de descubrirte?  Aún no lo sé, había algo en tu forma de mirar. Te vi desconcertada ¿sabes? Sola, desolada. No sé cómo adivine tus intenciones. De pronto estaba poniendo a prueba mi resistencia en la calle. Veme, no soy del tipo el más fuerte sobrevive. Aún así salí con los rayos de luz quemándome la piel. Ve, ni siquiera el grosor de las mantas que me eché encima me protegieron. 

Cuando escuché la noticia sí lo festejé en silencio. Y ahora no sé por qué siento esta melancolía. Afuera vi a un perro retorcerse del dolor, girar en círculos y después caer a mis pies, sus ojos no sólo me miraron, más bien me acusaron, cómo si me dieran a entender que nunca hice nada por alguien, ni siquiera por mí mismo. Y que sabía que no lo ayudaría a él tampoco, que esa siempre ha sido mi naturaleza, dejar que las cosas nada más se mueran tras mi paso indiferente. Entonces me apresuré, corrí hasta aquí, hacia ti. 
 
Antes de salir, dudé mucho, ya me había hecho a la idea de morir solo, contemplando por mi ventana la gran ola de fuego, verla arrasar muros, torres de lujo, autos deportivos, el edificio donde trabajo y finalmente mi aburrida existencia. Iba a ser algo glorioso. Pero tú me hiciste dudar entre salir a buscarte o quedarme allá. No te voy a mentir, tuve miedo y éste aumentó al escuchar los lamentos en puertas vecinas, los disparos secos. El gemido final de las vidas negadas a presenciar la caída. Luego el silencio absoluto.  Si hubiera salido antes del apagón habría bajado por el elevador  y no por las escaleras. Calcular en qué habitación estabas fue fácil, lo difícil fue derribar tu puerta. De haberlo previsto salgo de inmediato, sin pensármela tanto.

¿Por qué no esperaste un poquito más? Estaba a unos metros de tu departamento cuando escuché el disparo. Mira, me disloqué el hombro a causa de los empujones. Es curioso que eligieras el pecho. Como te dije, en mi caso yo habría escogido la sien porque ahí es donde comienza mi dolor. Por lo menos alcancé a contemplar un instante tu existencia, descifrar en tus ojos el significado de todo esto, saber qué es la sincronía con alguien más. Espero no te moleste que te haya estado abrazando, el acariciar tu rostro mientras te platico y que esté todavía más cerca de ti, es que, el fin se está acercando, ya lo escucho y lo siento venir. El halo de su aliento empaña los vidrios. Si me sintieras temblar sabrías que me muero del miedo. No imagino cómo sería si estuviera solo.



Antihéroe




Su cara arroja un hilo de sangre, saliva y mocos, luego se estampa contra el piso. La bota regresa y golpea sus costillas, siente un crujir de huesos. La música torna todo difuso, el doble bombo de batería marca ritmo en cada puñetazo que le tiran.  Se angustia, quiere ponerse en pie, pero la imagen borrosa de un cuerpo envuelto en cuero negro lo embiste haciéndolo caer de lado sobre su brazo izquierdo; el crepitar vuelve a surgir ahora acompañado de un fuerte pinchazo. Se gira y ve los pelos magenta en forma de cresta abalanzarse sobre él; está flaco pero lo siente pesado sobre su pecho astillado, recibe los puños metálicos, uno tras otro. Una manopla, estoperoles y picos magullando su carne. El remolino negro de múltiples extremidades y pelos enmarañados lo cubre.  Al compás de distorsiones y rasgueos de guitarra cada embate parece más brutal. Las voces guturales se mezclan con sus gritos de ¡ya estuvo, ya párenle!            
*
Jacobo se revuelca en la cama, hastiado, con el estómago a reventar y jalando aire con trabajo. En cierto momento se incorpora y sienta a la orilla, deja a un lado el tazón con restos de frituras. Ve a su alrededor, las paredes forradas con posters de ídolos metaleros, los anaqueles ocupados hasta la mínima superficie por cómics, discos compactos y figuras de dibujos animados. Un calor insoportable. Le rueda sudor por la panza. Por primera vez siente un malestar por su condición física y mental, por su falta de aspiraciones. Antes no hubiera notado los signos de ser un infeliz. No, él lo tenía todo y ese todo se resume al contenido entre los muros de su cuarto. Pero esta noche ve con leve rencor sus preciadas posesiones, sabe que está cerca su cumpleaños y roza cada vez más los treinta. Se mira en el espejo y agarra sus lonjas, luego finge que son labios y balbucean eres un marrano, esboza una sonrisa nostálgica. La relación que mantiene con sus pasatiempos lo ha llevado casi por todas las emociones conocidas, al menos reflejadas en los personajes plasmados ahí, pero no deja de pensar que le absorben la vida. No,  aquellos son los que me jodieron, piensa, si no fuera por todo lo que me hicieron pasar nunca me hubiera encerrado así. Recuerda las humillaciones  y se hincha de odio, va creciendo su rencor con cada episodio que se cuenta, hasta que el sopor lo vence y se queda dormido. Sueña de nuevo con el hombre de bata negra,  la misma melodía de coro sacro suena con eco y sus gafas centellean con el reflejo de un halo de luz que cae del cielo, no sabe en qué manera lo va a lastimar hoy. Debajo de su bata emergen un par de tentáculos que vienen y lo estrangulan. Despierta agitado.                                                 
*
Camino de regreso se pierde en los recuerdos de su niñez, las golpizas, los apodos, el acoso y las miradas burlonas. Piensa en Javo golpeando a sus abusones, luego su ausencia y el mal que le hizo al defenderlo. Cómo poco a poco pasó de ser su héroe, a ser uno de tantos gandayas.  El primer amor platónico que le arrebató. La burla que le hicieron él y el Picos, cuando vieron su bicicleta encaramada en la punta del árbol más alto de la escuela. Que tuvo que caminar de regreso soportando más burlas en el camino. Fue uno de tantos días en los que ideó venganzas más crueles y más dolorosas para todos ellos, justo como ahora, esta noche que también vuelve con el corazón herido.          
*
Son las ocho pe eme y Jacobo sigue inquieto por la noche anterior, no pudo dormir bien y hoy pasó toda la mañana y toda la tarde haciendo tiros con su arco mientras escucha música en su guarida, cosa común los fines de semana. Pone Metallica a todo volumen, wiskey in the jar retumba por toda la casa hasta que su hermano Javo abre de golpe la puerta, le informa que trae visita, que apague su mierda de farsantes y se retira, no sin antes hacerle burla:  Légolas, el increíble elfo con tetas. Jacobo se sulfura y sube el sonido hasta el último decibel de su estéreo. Pasan cinco minutos y vuelven a tocar a su puerta, el llamado ahora es más amable, escucha su nombre en voz femenina, la reconoce, salta y cruza sobre la cama con un intento de maroma, cae al otro lado al tiempo que forcejea para ponerse la camiseta, se recoge el pelo largo y desalineado con los dedos, se da un escaneo superficial de pies a cabeza, analiza su aliento haciendo hueco con sus manos y aventando ahí el vaho. Todo bien, todo mal, qué más da, piensa y abre la puerta. Ahí está Malina, malicia de sonrisa, labios terciopelo carmín; ojos enormes entre gata y gacela, pelo largo lacio, negro negro de tinte, cuerpo ceñido en mallas y blusa del mismo tono, las curvas de pecho y caderas bien angulosas, una villana gótica a punto de seducir al protagonista, o sea él, Jacobo, el anti héroe, el rechazado forajido solitario que viaja en motocicleta. El tipo rudo que toma besos a la fuerza, el que aparece en el sucio callejón y putea a dos de los cuatro cabrones que la atacan, los otros, por supuesto, ya los puteo ella, una mujer con chingos de ovarios. Baja a convivir, teto, lo interrumpe en su fantasía, es a la única persona que le perdona llamarlo como le venga en gana, nada que salga de su boca podría hacerlo enojar, cualquier cosa que le ordene, él la haría sin pensarlo. Además es la única que siente, en cierto modo, lo trata bien y lo considera. Sus apodos, su guasa, nunca son en mala leche, es parte de su personalidad sarcástica, cosa que a Jacobo vuelve loco.           
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Entra a una calle por la que no suele transitar para tomarla de atajo, de vez en cuando da tragos a la botella de vodka. Ve la hora en su celular: diez de la noche. Al pasar por una vieja iglesia escucha el mismo coro de sus sueños, se dirige ahí sin pensarlo. Asomado por la ventana ve al hombre de la sotana, la misma cara, esa que creyó desconocida, esa que su subconsciente reprimió por tantos años y ahora se nota nítida. Ganas de vomitar.                   
*
En la improvisada fiesta de su hermano ve al Picos. Me caga ese wey, le dice a Malina en voz baja, me caga tanto que un día le voy a clavar una flecha en el ojo, eso no se lo dice, sólo lo piensa. Ella, con la mirada lo anima a quedarse, y le hace caso, pues no se va. Pero cuando ve la cara burlona del Picos, la sonrisa contenida de su hermano que abraza a su novia jeta fruncida, la güera fresita que se hizo heavy nada más para gustarle, es cuando siente más rabia, sabe que ya están mofándose de él. Malina le dice que los ignore, que sólo trate de pasarla chévere y cómo es costumbre, se rinde a sus palabras.   Todo va bien hasta que su hermano le exige vaya a traer más cigarros y una botella, sabe que le pide cosas para sobajarlo, arruinarle el momento, que sepan que es el hermano menor, el pendejo. Pero en un destello de templanza no reacciona con enojo, en cambio accede tranquilo y le pide prestada su motocicleta cómo estímulo para ir, Javo responde con una exagerada carcajada, tás pendejo. Vuelve a hervir su coraje pero Malina interviene, vamos, yo te llevo, y Jacobo sonríe embobado. Su hermano les grita al ir saliendo que le apuren, de ahí se van a una tocada y como adentro el pisto es caro quieren llegar ya bien servidos.                    
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Desde la acera frente a su casa ve a Malina trepar a la moto con Picos, tomarlo por la cintura y desaparecer con fuertes rugidos de motor. Entra a la casa y su hermano lo recibe con chascarrillos, él lo sabe, ella ya les contó todo el suceso. No piensa, se vuelve todo acción, sube a su cuarto, se cruza su arco en el torso y agarra las flechas, va a la cocina, toma dos bidones vacíos, ve las llaves de la moto de su hermano sobre la barra y las toma. Sale de nuevo y se sube a la moto, Javo lo mira divertido sin dejar de reír por lo del beso. Espera que Jacobo baje de su moto pero no lo hace, se lo exige limpiándose las lágrimas de risa, pero éste en cambio enciende el motor ante su vista incrédula y lo deja atrás haciendo rabietas y puteándolo en voz alta.                      
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Atraviesa la puerta de la iglesia, ataviado con sus armas y cara de pocos amigos como en sus fantasías. Con pasos decididos, el rechinido de sus botas por el pasillo entre las bancas, la mirada fija en el sacerdote parado frente al altar, dan las campanadas anunciando las once de la noche. Los bidones mecen el líquido y salpican el piso. El clérigo lo mira extrañado acercarse a él. Jacobo con las palabras en la punta de la lengua, con sabor a redención. A dos pasos el tartamudeo aparece, inoportuno, el padre lo mira más confundido. Jacobo sólo atina a decir balbuceos, un te odio, me jodiste que sale a duras penas y enseguida lanza tembloroso un rocío de gasolina sobre la sotana. Surgen los gritos de madre mía, dios mío, de un par de viejas. Se da un forcejeo entre él y el viejo sacerdote que lo tira al piso y le quita con facilidad el encendedor y el bidón de gasolina. Se levanta e intenta luchar con él, pero el par de viejas se le cuelgan del cuello, le llueven arañazos y jalones de pelo. El sacristán se suma al ataque con una escoba, Jacobo intenta zafarse y le rompen la camisa, queda libre y corre buscando la salida. Sube a la moto y apenas avanza unos metros pierde el control y se estrella contra un poste. Él aterriza sobre el pavimento con la espalda desnuda y le queda en carne viva. A lo lejos se escucha que alguien sugiere llamar a la policía, Jacobo toma el arco y las flechas y huye.
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Camino al expendio, Malina y Jacobo bromean, es un momento mágico para él, de puro ensueño. En cierto momento ella le dice que no se deje intimidar por nadie, que tenga más actitud, eso, en cierta manera lo pone melancólico, escucharle eso tumba su fantasía de ser un tipo rudo, intrépido ante el peligro y lo pone más en la posición de víctima en el callejón, pero luego la mira, suspira por su imagen, la gran urgencia de besarla, de confesarle su amor secreto. En el estacionamiento, Malina sugiere fumar un cigarro y tomar de lo que acaban de comprar, para que él llegue un poco más desinhibido a la fiesta, todavía falta mucho para la tocada y apenas son las nueve. Tras varios cigarros y tragos de vodka, Jacobo comienza a sentir un calor  de ánimos en el cuerpo. Se carga su autoestima, surge la actitud de antihéroe, Malina, su sensual villana lo observa, le sonríe, no me digas que ya se te subió, qué poco aguante, mejor… y no acaba de completar su frase, sus labios se ven obligados a cerrarse al contacto brusco y un poco torpe de la boca de Jacobo. El beso robado se da. Un empujón y él cae de nalgas al suelo; qué mierda te pasa, pendejo, somos primos. Jacobo intenta explicarse pero sólo emite tartamudeos, quiere confesarse pero se le traba la lengua. Con mucho esfuerzo alcanza a decirle que la quiere y que él pensó que. Pero ella no lo deja continuar, se para y él intenta tomarla del brazo, se zafa, de nuevo alza las manos para asirla e insiste un te quiero, creí que tú, como te portas tan bien conmigo y eres la única qué... Ella responde, ya molesta por la obstinación, es pura lastima cabrón, me da tristeza como desperdicias tu vida, nada más, no te confundas, además, no mames, somos primos.  Él baja la mirada, quiere llorar pero se contiene, ella se da cuenta que lo hirió e intenta remediarlo, ya es muy tarde, esas palabras lo deshicieron. Vámonos, él niega con la cabeza; vámonos por favor, insiste, vuelve a negar; vámonos, eleva la voz; vete tú a la mierda, puta, responde él; vete tú también, gordo chillón. Malina sube al auto y se va. Lo deja. Jacobo da un puñetazo al poste junto a él y se descarapela los nudillos.
*
El alcohol es anestésico, la espalda despellejada es un leve ardor comparado con su deseo de venganza, lo mantiene de pie a pesar de que ya es de madrugada, y se tambalea por el alcohol en la sangre. Alguien tiene que pagársela y sabe bien dónde encontrarlos. Apenas llega a la tocada, un punk de pelos magenta en cresta se burla de su panza desnuda y el arco que lleva en sus manos. Otros melenudos lo secundan. La ira le llega al punto de la explosión. Una flecha a nombre del punk burlesco sale disparada pero éste la esquiva y se entierra en el bracito flaco de una chica yonkie a sus espaldas.
De ahí en adelante todo se torna oscuro.                      

Tendido en su cama, hinchado del rostro, enyesado casi de todo el cuerpo, mira las paredes cubiertas de posters, los anaqueles llenos de figuras, comics y discos compactos. Afuera en la sala se escucha a Javo y a sus amigos contar eufóricos la anécdota de cómo llegaron a putear justo a tiempo a una bola de rudos punks cabrones, antes de que mataran a golpes a Jacobo. 
          












jueves, 11 de junio de 2015

Redención


En menos de dos horas después de haber sido descubierta y una vez que el sacerdote dio su visto bueno de aparición milagrosa, ya tenía docenas de veladoras y ramos de flores rodeándola.
Yo vine por curiosidad a observarla, a constatar que se tratara de otra pareidolia colectiva más y también a reírme de la ingenuidad de los creyentes.
Pero lo que vi fue algo inesperado, frente a mí estaba: el cordero sagrado —así le llamaron después— el cual tenía en el  lomo, la figura perfectamente detallada de la mismísima Santa Muerte.  En ese instante descubrí que los fieles no eran el típico rebaño de los domingos por la mañana, ahí había personajes muy raros, en actitudes aún más. Con los ojos vidriosos, arrodillados y alzando las manos al cielo.
Después de estar formado algunos minutos en una fila improvisada y cuando llegó mi turno, me acerqué lo más que pude al cuerpo del animal recién parido, tratando de encontrar el truco de lo que a simple vista parecía, un bien logrado efecto visual, sólo para darme cuenta que su pelo emitía destellos plateados y la piel hacía surcos y relieves, dando a la imagen un efecto tridimensional. Un hombre calvo y robusto interrumpió mi análisis mental y me apuró a salir de la fila.
Volteé hacia un costado y vi a Humberto, un vecino y paciente regular en mi consultorio, guadalupano de fuerte convicción, como la mayoría en el pueblo; él estaba separado de la masa de gente, me le acerqué de forma discreta y lo saludé, enseguida me preguntó, casi susurrando, qué pensaba acerca del suceso y antes de que le respondiera  se apresuró a contestar que a él le parecía una manifestación diabólica, que eso no era más que el resultado de la decadencia  y el pecado que últimamente se vivían en el pueblo, luego disminuyó más su voz y se me arrimó cubriéndose la boca, para decirme que no entendía de dónde salieron esos adoradores de Satanás que reverenciaban con tanta efusión a la imagen,  una prueba más de lo enfermo y falto de valores que se había vuelto todo.
 Sé que esto es una farsa y creo que ya descubrí el truco, lo interrumpí y al verle la cara de curiosidad le expliqué mi teoría. Consistía en la posibilidad de que la piel tatuada del cordero estuviera sobrepuesta, pegada de algún modo. 
Humberto, en un acto impulsivo se abalanzó hacia el cordero, lo alzó del pellejo, por donde estaba la figura y lo zarandeó de manera brusca. Sonaron berridos de dolor pero nada se le desprendió. La multitud como si de una llamarada se tratara se convirtió en una turba rabiosa; el calvo robusto se abrió paso a empujones y lanzó patadas  que eran esquivadas instintivamente por Humberto, quién entre tropiezos y largas zancadas de pierna salió huyendo del lugar. 
Mientras los fieles estaban distraídos, aproveché para tomar al cordero entre mis brazos con el pretexto de calmarle el dolor, lo sostuve como a un bebé y le sobé el lomo lentamente, tratando al mismo tiempo, de sentir un borde sospechoso, alguna textura distinta en el área donde se encontraba la figura, pero nada, al contrario, los surcos y relieves se sentían como verdadera piel, tenían una temperatura cálida. Y lo más extraño fue el calor que emanaba  y subía como una casi imperceptible corriente eléctrica por mi mano.
Me invadió una sensación de bienestar general, quedé en trance unos segundos hasta que de nuevo, el hombre calvo demandó dejar el animal en su pedestal, lo hice, pero con un sentimiento distinto a cuando lo tomé, como quién coloca un objeto sagrado en su santuario, reverenciando el símbolo que representa.
 La adoración de los fieles a la aparición continuó, no sé cuanto más ese día, pero yo regresé a casa. Esa noche me acosté intranquilo, con un enjambre de pensamientos.
Estaba tumbado boca arriba en la azotea, al aire libre, con el cielo lleno de estrellas ante mí. Una de ellas fue creciendo en tamaño y resplandor, luego, unas luces multicolor con destellos eléctricos danzaron su alrededor, como una corona gigante. Una luz blanca más fuerte brotó de su centro al abrirse una puerta y se proyectó hacia mí, de ésta salió una figura pequeña, que suspendida en el aire, fue bajando poco a poco. La luz se hizo más tenue. La figura se detuvo cerca de mí y pude ver bien que se trataba de la virgen de Guadalupe o al menos eso parecía por sus atavíos. Mis ojos, como si tuvieran la capacidad de desprenderse de sus cuencas, se dirigieron hacia cada uno de sus detalles anatómicos y de vestimenta, sus manos pequeñas y finas irradiaban como aluminio; su manto tenía estrellas reales que prendían y apagaban sobre una tela de un verde cósmico, porque no era un sólo tono, tenía profundidad, nebulosas y múltiples capas ondulantes. En su vestido rosa o magenta o púrpura, con bordados de oro, se traslucía su cuerpo desnudo. Bajo sus pies aleteaban dos querubines con cara desollada, sonrientes, no podían evitarlo. Y sobre los hombros de la virgen no había cabeza femenina, entre la capucha de su manto… ¡estaba el rostro de un cordero!
Desperté agitado y con mi mano derecha entumida abrí y cerré las falanges, la sentí rara, como si no me perteneciera, encendí la luz. Qué carajo, dije casi en voz alta, pues hasta ese momento en esa mano existía la cicatriz de una muy grave quemadura que tuve en mi niñez. Había desaparecido. Aparte podía ver perfectamente y no traía puestos mis anteojos.
Al amanecer me dirigí de nuevo al lugar de adoración y varios metros antes de llegar escuché los gritos de ¡Milagro! ¡Estoy curado! Oh, bendito cordero, hijo de nuestra madre santa, la muerte. Y la gente eufórica interceptándome en el camino, diciendo en qué manera había sido sanada.  Ya casi todo mundo había comprobado lo mismo que yo esa mañana. 
Alejado de aquella muchedumbre que se arremolinaba sobre el pedestal, tratando de pasar desapercibido estaba Humberto, que apenas me descubrió fue hacia mí con cara entre angustia y confusión, sin decirme una palabra se desabotonó la camisa. Sus palabras salieron titubeantes. Doctor, dígame, por favor explíqueme, cómo es esto posible, negué con la cabeza, pero sabía bien a qué se refería. Humberto había sido operado de una cardiopatía hacía más de un año, yo realicé la cirugía. Y en ese día, el día después de que levantó con sus manos al cordero, ya no existía cicatriz en su pecho que diera testimonio de esa intervención. Humberto se alejó murmurando para sí mismo como un demente.
Pasaron días después del nacimiento y miles llegaban diariamente para presenciar el milagro y ser sanados. Los ciegos recuperaban la vista; a los tullidos les volvían a crecer las extremidades y los enfermos terminales recuperaban el tiempo que carecían de vida con nueva y mejor salud.
Muchos guadalupanos se convirtieron a la nueva Iglesia del Sagrado Cordero, Hijo de la Santa Muerte, yo por mi parte, a pesar de mi  aparente milagro o de mi sanación espontánea, no lo aceptaba, mi razón no lo podía permitir. Aparte ya nadie venía a consulta ¿de qué servía un médico en el pueblo? Pero lo que seguía perturbándome eran los constantes sueños con la virgen cara de cordero, a veces sólo se presentaba, otras me hablaba y decía: muéstrales.
Pronto terminé por entenderlo, por más que me resistía a los designios que me señalaban. Había un símbolo de fe, pero no había profeta, ningún guía que explicara la razón de ser del cordero. Yo era ese profeta, por lo menos eso se me pretendía atribuir con tantas señales místicas, pero ¿cuál era la razón de ser del cordero?  Unos decían que había venido únicamente a sanar a todos los hombres del mundo. Al ser curados  podían vivir la vida eterna y ésta era  la tierra prometida, el paraíso. Otros como los guadalupanos que se negaban a aceptar el nuevo símbolo, veían en el cordero al anticristo, que sólo había traído caos, pues los fieles vivían sin temor a las consecuencias de sus actos, con unos excesos que rayaban en peligro mortal para sí mismos y los demás. Al fin y al cabo cualquier repercusión en su salud, por más grave que fuera, sólo bastaba posar sus manos en el cuerpo del animal, para tener una recuperación completa e incluso renovada. No tardó mucho tiempo en que los apoderados del cordero, dueños desde un principio, comenzaran a pedir cuotas simbólicas que cada vez se hacían más altas, pues hasta el gobierno municipal demandaba una tajada. Pero el mayor problema vino después, cuando limitaron también  el horario de visitas. De un día para otro habían privatizado los milagros. Para ese entonces, ya tenían un santuario con un pasillo largo y líneas de circulación. Más de un centenar de hombres de seguridad para el orden, cobro de cuotas y protección de su símbolo de fe.  La gente enloqueció, pedían además sanación sin necesitarla. Había algo en ello que los volvió adictos; se dieron cuenta de que no sólo eran curados, también eran cargados de una vitalidad  que los rejuvenecía. Por otro lado, los asaltos, secuestros y asesinatos se volvieron algo común, pues quedaba claro que sin dinero, no había milagro. Fue entonces cuando vi mi oportunidad. El profeta era más necesario que nunca. Mi estrategia para conseguir adeptos fue simple: sólo tuve que aparecer a las puertas de la nueva iglesia entre los marginados, elevar mi voz y hablarles de la buena nueva, la cual consistía en liberar al cordero, así me lo había ordenado su madre en varias visiones. Que la sanación sea para todos, que no haya imposiciones, ni privilegios, pero sobre todo, que sea primero para el que más la necesita. Para los pobres, para los viejos, para los niños. Para las enfermedades verdaderas, las más graves, aquellas que no tienen cura.
En menos de dos meses con Humberto como mi discípulo, quién hacía eco de todo lo que decía, junté una cantidad de seguidores enorme, lo suficiente como para derribar los muros del santuario que albergaban al cordero. Les dije que eran muros que lo tenían secuestrado,  que nos pertenecía, pues éramos nosotros quiénes poseíamos la verdad justa. La imagen grabada en su lomo efectivamente era de la muerte, pero no de la santa, no la de ellos, esa imagen pagana. Ese símbolo era uno con el animal, era Jesús venciendo a la muerte, la segunda venida, la reencarnación del cordero de Dios.
Con esos preceptos les di ánimo y después de días de estrategia, de lucha y muchos muertos, vencimos a los guardias, ingresamos al templo hasta llegar al pedestal. Mis seguidores  se inclinaron ante su salvador salvado, había un ambiente de esperanza, de fe. Hice lo mismo, me postré de rodillas, muy cerca del Gran redentor. Cuando todos meditaban con el rostro hacia el piso levanté la mirada y lo acuchillé por la espalda, varias veces, tantas como pude. Atrás de mí todos debieron estar en shock, pues nadie me detuvo, sólo hasta que fueron conscientes de lo que hice.
Ahora, amarrado en este poste y con la leña bajo mis pies, viendo vociferar al sacerdote verdugo, el mismo que vi cuando todo comenzó, puedo asegurar que la razón no prevalecerá, pero por lo menos moriré sabiendo que el fanatismo y  la superstición  nunca me invadieron del todo.



jueves, 14 de agosto de 2014

Apatía



Las esperanzas son piedras que se hunden en un lago . Hasta el fondo se dejan ver sus rostros exhalando la última luz de vida. Los peces de dientes afilados y ojos vidriosos lanzan de sus bocas burbujas de sangre. Es la sangre de una persona que desfalcó el amor de sus padres, de sus hermanos, de su pareja y sus amigos. Amigos a los que robo sus amores, amores a los que les robo el tiempo. Padres que perdieron la juventud tratando de hacer algo por esa masa amorfa sin aspiraciones, espantada de vida, asqueada de vivir como piedra, ser piedra en la que los demás tropezaron, ser mierda seca que ni los insectos aprovechan. Nunca obtienen nada de esa persona, porque siendo sinceros qué podría ofrecer sino desilusiones. A nadie le gusta batallar con la rutina. Y a su lado eran rutina, eran espesa cobija que hace sudar la espalda de la desidia, pan duro que no comieron por esperar a que hubiera leche fresca. Y cuando la lechita llegó esperaron a que hubiera chocolate, pero el chocolate nunca llegó, la leche se volvió agria y las moscas zumbaron por todas partes.  Se convirtió en el vapor insoportable de los días de calor, el vació de los silencios incómodos que nunca supo llenar, la ignorancia de temas profundos que nunca pudo comprender más que cayendo como roca al vacío, como cuerpo inerte, sin pensamientos propios, sin aspiraciones.